[Ciberayllu]

Leyes de guerra

Cuento

Carlos Manuel Indacochea

 

I

Me consta que no había tenido tiempo ni de lavarse porque lo vi salir de la propia puerta del Embassy, espantando con la mano izquierda al borracho de turno que se había obsesionado con sus melodías, y con la derecha y con disgusto, al maricón de siempre que vivía enamorado de Mariaca y no se perdía una sola de sus presentaciones.

Pero apenas perdió la calma con el «colipato ese» y con la trompeta en el estuche, se encaminó hacia el Cordano para el desayuno habitual de café y ensalada de berros. Había tocado toda la noche y como si nada. Por lo demás, la jornada no había terminado porque solía acostarse al filo del mediodía previo jironear, trámites bancarios en la Plazuela de la Merced y lectura cuidadosa del periódico. En todos los años que estuvo en Lima, nadie nunca lo vio almorzar.

Flaco, largo y bigotón, tenía el pelo negro, muy crecido para la moda prusiana de esos años, y sonreía con frecuencia. Tiempo después de su partida, he venido a reparar que no era fácil conocerlo pero sí sentirse su amigo. Yo sólo le había conseguido repuestos para la trompeta, pero el insistió en que lo fuera a ver tocar por cuenta suya, con todo y tragos.

La mañana en que me lo encontré acababa de quebrar mi negocio, de manera que no tenía apuro. «¿Cómo van las cosas Mariaca?» No le cambió la expresión, «Mal... no me dejan entrar al concurso radial y no es que esté prohibido para extranjeros.»

«¿Y sobre qué tema quieres responder?» pregunté distraído, para luego escuchar «Leoncio Prado.» Me dejó de una pieza y repuse alarmado «¡Pero Mariaca! ¡Cómo se te ocurre que vas a salir a la radio en Lima para hablar de Leoncio Prado! ¡Si tú eres chileno!» Mariaca agregó a la sonrisa de siempre un cierto sesgo burlón: «Es que yo soy el único que conoce la verdadera historia.» Yo había recuperado la calma y mordí el anzuelo «¿Y cual es la verdadera historia?»

II

«Sólo a mi padre se le ocurre que me voy a ir con él a Europa a comprar armas mientras aquí la gente se defiende como puede. Él mismo no debiera irse. Lo hace de puro novelero y ni siquiera sospecha que a sus espaldas todos lo llaman de rosquete para abajo. Problema suyo. Además, yo nunca le he hecho ascos a la guerra. En Cuba me jodía menos el peligro que el calor de mierda. ¡Y uno embutido en uniforme de franela! Cada uno de esos mulatos presuntuosos se cree Napoleón. Insisten en que los rebeldes salgan en campaña disfrazados de franceses. Acá es distinto, la franela abriga.»

No había querido dormir y había mantenido despiertos a los centinelas y a sus oficiales a fuerza de hablarles toda la noche. «¿No sería bueno, mi coronel, dormir un poquito...? Si los chilenos se lanzan al amanecer, mejor que nos agarren descansados.»

El muchacho burlón, aventurero, vestido de azul y rojo respondió: «Dicen que con sueño las balas duelen menos.» Ni ganas de discutir. Poco sería el coronel si sólo fuera el jefe. Además, pagaba armas, municiones, pertrechos y vituallas de su peculio. «Así cualquiera», había comentado un recluta, «¡con lo que se debe haber forrado su viejo catorce años en el poder!» Previa patada en el culo, el soldado viejo que lo había oído le espetó «¡Podría gastarse la plata en otra parte y en otra cosa, no seas cojudo y come callado nomás!

Pero el muchacho, pituco y pintón, no logró hacerse matar. No había pasado por escuela militar alguna y mandó a su gente en el combate de la única manera que sabía: Poniéndose por delante y ofreciendo el pecho. Intento inútil. Perdidas su mejores tropas, agotadas las balas y sable en mano, se vio rodeado de los enemigos que él había llamado tantas veces, con despecho y con desprecio, «la canalla de puerto». Se le aproximaron lentamente, lo cansaron, lo privaron del acero con riesgo de perder los dedos y lo presentaron al jefe de la expedición. Militar de voz atiplada y rictus burocrático, se limitó a ordenar que se alojara al coronel «de la manera más decorosa que sea posible.»

III

Santiago no estaba mal, salvo por el frío. Le habían dicho que era una ciudad fea, de manera que no le resultó tan fea como esperaba y claro, la salvaba el bellísimo entorno natural.

El sastre que le recomendó el ordenanza resultó siendo un artista. No sólo le hizo un par de trajes de civil impecables, sino un uniforme nuevo sobre el modelo del que había traído, hecho jirones, del campo de batalla. Pintón el coronel, largo y bigotón. Parecía haberse resignado a su condición de prisionero de lujo.

Invitarlo a los bailes y banquetes se convirtió en un gesto de la más exquisita elegancia entre las buenas familias de la ciudad. Pocos como el prisionero peruano conocían el orden y los pasos de las cuadrillas. Nadie tan elegante y acompasado como él para los valses. Además, era soltero y sus congéneres chilenos estaban todos comprometidos en la empresa bélica. Proverbialmente hermosa, más de una muchacha santiaguina aspiraba a convertir al «coronelito tierno» de prisionero en ciudadano por la vía conyugal porque, total, la guerra acaba pero el hombre queda y hasta le cambia el acento.

Pero eso era demasiado fácil para su talante de aventurero. En cambio, el muchacho se empeñó en ganar los favores de una mujer de enormes ojos verdes, deslumbrante, dulce, inteligente y discreta que, detalle menor, se había casado dos años antes con un oficial del ejército del que se tenía pocas noticias. Isabel Encarnación de Valenzuela le hubiera hecho perder la calma a cualquiera, sin proponérselo, simplemente pasando por allí.

Con el coronelito no hacía falta. Le envió cartas crecientemente atrevidas. La invitó a bailar y recibió su negativa, con una sonrisa, las varias veces que coincidieron en las fiestas. Frente al balcón de su habitación, en medio del invierno, semana a semana, montó guardia envuelto en su capa hasta una hora después de extinguirse la luz. Por último, guerrero al fin, se decidió a tomar el amor por asalto.

Cuando abrió la puerta del dormitorio, ella estaba despierta y esperándolo, menos sorprendida de su audacia que de su éxito en ingresar a la casa burlando a los serenos.

IV

Se sentía blando. La bodega del barco en que viajaba era hedionda, pero no lo era más que otras en que había estado escondido en el Mar Caribe. Sentía que la soportaba mal por haberse acostumbrado a la vida muelle. Sentía, sobre todo, la nostalgia inmediata e intensa de la mujer a la que no se había atrevido a decirle que se iba, por temor a su patriotismo. Había estado extraña Isabel, como si sospechara algo, o como si tuviera ella misma algo que decir. Pero entrar en tema lo hubiera tentado a quedarse y su deber estaba en el norte, en la guerra perdida, en la resistencia al invasor desde la altura.

Había tenido noticia que los únicos peruanos que todavía combatían estaban en la Sierra Central. Hasta allí había que llegar de cualquier modo. No fue fácil arreglar un desembarco discreto. Mucho menos, compartir el paso ascendente, rápido e irregular de los arrieros, o la dieta de tostado y charqui que se prolongó durante toda la campaña, que era el resto de su vida. Pero lo animaba la promesa del combate renovado, enfrentar al enemigo con el orgullo intacto.

El rostro curtido del general Cáceres, sus maneras montaraces, le devolvieron la certeza de la propia condición de soldado. Niño bien, aventurero, engreído, el coronelito volvía a ser el militar austero que demandaba la guerra. Se entregaba de lleno a la solidaridad indispensable con su tropa de montoneros, indios de bandera reciente, de piernas cortas y pechos desmesurados, sin castellano y sin uniforme, recios, dispuestos a caer sin quejarse y sin maldecir.

Con rubor, se sintió jactancioso y académico en su primera reunión del estado mayor, cuando propuso batallas europeas a quienes no tenían otra opción que la emboscada y el desgaste. Aprendió pronto, sin embargo, y sumó su creatividad a esos combates furtivos, hasta que el ejército enemigo los obligó a luchar en una explanada.

V

«¡Me importa un carajo que esté en cama; y el código de guerra también! ¡No tenemos que preguntarle al general! ¿Cómo se le ocurre que vamos a esperar que ese cabrón se sane para fusilarlo? ¡Será para que se escape de nuevo! ¡El error ha sido tomarlo prisionero sólo porque era oficial! ¡¿Por qué no lo repasaron como a los demás?!

La voz delgada del jefe hería los oídos como un violín torturado por un niño aprendiz y resonaba extrañamente en el páramo de Huamachuco. A pesar de la altura, su palidez habitual se había tornado en congestión, rojas las mejillas, hinchadas las venas de la frente y la garganta. El capitán Fuenzalida no se atrevía a mover una ceja, lo angustiaba no entender si la pregunta era retórica o requería respuesta.

En la habitación contigua, a pesar del dolor y del temor, el coronelito no pudo evitar una sonrisa cuando se le ocurrió que los oficiales chilenos hacían constantemente el ridículo cuando trataban de improvisar tono marcial con sus voces de pito.

El capitán Fuenzalida se animó a hablar. «Estoy esperando las órdenes de mi mayor.»

«¡¿Qué, no está claro?! ¡Me lo fusila antes que caiga el sol o lo hago fusilar a usted antes de que llegue el general a tomarme cuentas!» Dicho lo cual, sin contestar al saludo militar del capitán y los centinelas, el mayor Valenzuela abandonó la habitación.

VI

«¿Y quieres salir a la radio a contar esa fábula como si fuera la verdad? Francamente, Mariaca, los peruanos somos buena gente pero tú nos quieres agarrar de cojudos. Al coronel Leoncio Prado lo fusilaron por violar leyes de guerra. Estaba prohibido de tomar armas contra un país que ya lo había hecho prisionero una vez. Ahora, si lo fusilaron en la cama fue por apuro, pero no por órdenes de un cornudo...»

A Mariaca no le había cambiado la expresión burlona en el rostro: «Es que yo tengo las pruebas. Lo que Prado no supo nunca es que dejó a Isabel Encarnación embarazada y que el marido se negó a darle su apellido al niño, de manera que lo tuvo que inscribir con su apellido de soltera. Además, conservó las cartas de don Leoncio.»

«¿Y quién te contó a ti la historia?» Mariaca se rió a carcajadas, «Mi abuela.» Pensé entonces que admitiría que había estado hablando en broma pero agregó, súbitamente serio, «Mi abuela paterna, Isabel Encarnación Mariaca.»


© Carlos Manuel Indacochea, 1998
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