Plan médico

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Voy por ahí, en esta limosina con todos los hierros, adquirida con mi propio pecunio. Conduce Jaime, el chofer, que sabe lo que ando buscando. Calles oscuras, poca gente, coches con caballos, un barrio fino donde ahora vivo, por donde podrá aparecer el griego o por donde podrá aparecer el gringo, si tenemos suerte. O por donde podrán no aparecer. Otra noche más.

La corteja me llevó la primera vez. No está mal llamar la corteja a aquella santa hembra que me condujo en limosina de cincuenta pesos la hora a conocer al griego, y luego, y casi a la misma vez, al gringo. No espero que se moleste con ese calificativo con el que no me he propuesto engañar a nadie ni hacerme el interesante (y mucho menos faltarle el respeto a la mujer que me salvó la vida, y me abrió inusitadas puertas a otros mundos por mí desconocidos hasta ese momento), sino decir la verdad.

Vino primero el griego, pero, como he dicho, casi a la simultánea llegó el gringo, a ver por qué me estaba meando. No me estaba meando en ese preciso momento, sino que la corteja había dicho con toda razón que me estaba meando o, en más fino, que estaba incontinente. Cosas de mujeres. El griego, a pesar de lo serio, a la primera parecía buena persona, aunque hablase griego de nacimiento y pateara el difícil con insolencia y sin misericordia.

¿Te duele? —preguntó en goleta. Lo miré de reojo. ¡Iba yo a decirle al primer griego que se cruzara en mi camino si me dolía o si no me dolía! El gringo parecía mejor persona cuando me dijo que me pusiera de ladito, mientras se enfundaba la diestra en guante muy ajustado. Me atacó no con el corazón, como yo me esperaba, sino con el pulgar de Uma Thurman en aquella película de vaqueros. A la verdad que me quedé como la Sofi que cantaba aquello de no siento nada. No le perdono, sin embargo, el susto. Y si lo envidié por su porte así de machomán, dejé de envidiarlo para siempre. Se lo hice saber claramente, no se creyera otras cosas.

¿Te duele? —preguntó en claro bostoniano el gringo. Ni que yo le fuera a decir a un gringo si me dolía o no, aún menos tras la violación de mi derecho a réplica después de lo del pulgar de la Thurman. No, no me duele, iba yo a decirle, a pesar del cabrón calambre que me agarraba y cruzaba desde el tobillo izquierdo al hombro derecho.

Ahora el griego miraba seriamente a lo que él se referiría en su jerga como el órgano o el pene, y la corteja como su pequeño Brad Pitt. Mucho interés parece que había en el asunto. No estaba yo en la de protestar por nada, en el fondo uno agradece el interés que se tomen en uno, fuere el que fuere, y allí donde me había llevado la corteja me habían hecho encuerar para luego hacerme poner una batita de papel verde, cuya faldeta me había el griego levantado hasta la cintura. Algo raro había visto en el pequeño Brad Pitt que andaba en ésas recogido al máximo por el frío y las circunstancias.

Sentí los dedos fríos del griego, a pesar del guante plástico que tan bien se los enfundaba. Quieto, me dice, quieto, sin darle a la orden viso de orden ni carácter exclamativo. Para mí, que quería darle tono amable y hasta dulzón a sus palabras. El gringo, con los brazos cruzados a la espalda, observaba algo nervioso. Quiero decir con cierto temblequeo incontrolable en el labio inferior, por lo que llegué a pensar que el griego, con el quieto quieto habíase dirigido más al gringo que a mí, o que al fláccido Brad objeto ahora de sus atenciones visuales y manuales.

Comenzó el griego a insertar un tubo plástico por la reducida boca de Brad. ¿Te duele? —volvió a inquirir. Yo seguía en las de no contestar, no sólo porque la pregunta sonara estúpida, sino por la convicción de que, en aquellas circunstancias, mejor otorgar y no tener que dar detalles, aún menos al primer griego que hubiese aparecido en tu camino y fuera directo a lo suyo, que en este caso lo mío, sin encomiendas.

¿Estás circuncidado?, se atrevió a preguntar. Canto de animal, ¿no lo tienes en la mano?, pensé responderle. Pero para qué, si ya todo daba igual después de la intrusión del gringo, importante aunque le haya restado importancia al contarle, usted comprenderá, con la obsesión sobre la virginidad que, a pesar del feminismo, reina en el mundo.

Para mí que el gringo se relamía mientras observaba atento lo que sufría el no ya tan desinflado Brat en manos del griego. El griego lo trabajaba al muchacho con la yema de los dos pulgares para empalarlo en el rígido tubo plástico que seguía insertando. No supe ya si la rigidez se debió a reflejos incontrolados o a la mecánica destreza de las manos del griego o a la baba que me pareció verle colgar al gringo. Volvió el griego con el ¿te duele? Qué va a doler. Ahora bien, le dije de puritita mala fe: ¿qué podemos hacer si le cojo el gusto a este procedimiento?

O se ofendió con la pregunta o se hizo el sordo. El gringo vino al quite y aclaró que el servicio lo tendría siempre que lo necesitara, que el plan lo cubría. Tengo que decir que aprecié la cara de Hugh Grant que puso al decir lo último... si no hubiese actuado antes tan a la ligera, quizás si hubiera tenido un poquito de delicadeza. Si no hubiera venido con el cuento de si me dolía, jodío cabrón. El quite, además de contestar por el griego, consistió en coger al Brad a cuatro manos después de conectarle al tubo plástico una manguita que salía de la pared, y abrir la llave. Tranquilo, tranquilo, dijo el griego. De seguro se dirigía al gringo o a Brad porque yo estaba casi dormido metido en ensoñaciones al respecto, que no viene al caso detallar ahora, quizás por la presión o el volumen o las propiedades del líquido que me entraba.

Nunca sospeché que pudiera nadie hacerme lo que aquellos dos estaban haciendo conmigo. Para poder describir lo que sentía, así públicamente, mediante este relato, y que usted que lee comprendiese, tendría que pedir carnetes de identidad para corroborar la edad de los lectores. No sólo eso, no sólo eso. ¡Ah la perversión! ¿Qué seríamos sin ella? Iba yo en una comparsa caranavalesca encabezada por Carmen Miranda cantando el por ti yo me muero Carioca. Gritaba yo como Anna Magnani en el Arroz amargo, como Pacino en el último Padrino. ¡Comprendí tantas cosas!

Griego y gringoMi mujer pensará que la engaño con tantos paseos en limosina a estas horas de la noche. Si supiera cómo la amo después de haberme enviciado con el tratamiento del griego y del gringo hasta el punto en que me suspendieron el seguro médico. Si supiera que ya no he vuelto a verlos porque los echaron a la calle después que se descubrió el fraude. Si supiera que ya ni corteja tengo, que ya la sicología femenina no reserva misterios para mí.

Aún así salgo noche tras noche por ahí con Jaime a buscarlos. Jaime sabe lo que busco. Jaime milagrosamente no me ha perdido el respeto, un hombre decente como pocos, sabedor de lo que hay que saber, indiferente ante la vida y la muerte. Me acompaña en esta búsqueda sin juzgarla depravada ni juzgarme. Y por supuesto, no hay depravación en ello. Se trata de un camino que se me ha señalado y que no puedo evitar seguir por más que quiera. Todos tenemos un camino que recorrer, una cruz que llevar, una misión que cumplir...

A veces resulta difícil, se siente uno desanimado cuando ve que se cierra la noche sobre Boston y no ha llegado uno a donde quería llegar. Jaime parece comprender, se le nota en los ojos cansados con que me mira cuando rendido ya de buscar le digo que regresemos.

Dobla en la primera esquina por donde se pueda doblar. No va muy de prisa. Sabe que siempre tengo esperanzas. Cualquier noche puede llegar a ser la gran noche, la noche del reencuentro, la noche definitiva.

Justo llegando a casa, allí, junto a la boca de incendios, diviso dos siluetas que corresponden a las que tengo guardadas en la memoria. Le ordeno a Jaime detenerse. Obedece. Los dos se montan en la limosina sin decir nada. No preguntan nada. Parecen temblar, quizás de frío. Visten harapos de mendigos anacrónicos. No llevan abrigo, ni bufanda, ni guantes.

Se me sientan a ambos lados. Cada cual me echa el brazo que corresponde por la espalda. Siento sus manos frías como adoquines helados sobre los hombros. Me comienzan a llorar los ojos, lloro mucho. No parecen compadecidos. Sólo Jaime mira por el retrovisor para saber si estoy bien. Sigo llorando. Ni el menor gesto en aquellos rostros sin afeitar del griego y del gringo. No puedo controlar el llanto. Me duele, me sigue doliendo, pero no lloro por eso.

Jaime sabe lo que tiene que hacer ahora. Noche tras noche le he repetido las mismas instrucciones, por si teníamos suerte.

© Antonio Bou, 2000, antonio7@coqui.net
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