Informe sobre niños

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

En una madrugada de octubre o de noviembre, me salieron a vender un niño. En la esquina de Fortaleza y Tanca. Un niño de diez años. Muy guapo niño, vestido entre torero y ángel. Los pantalones cortos demasiado ajustados parecían diseño de Versace, con franjas ni metálicas ni fosforescentes, grises, rosadas, verdes, negras, naranja. En la cabeza, diadema de cartón y escarcha, con estrella de plata al frente, como cualquier buen ángel de pesebre. A la espalda, alas de plumas muy reales que vistiera algún pájaro. Los pies, con sandalias doradas, de ésas para niñas. En las manos, anillos que no juro de oro, mas dorados, cual la hebilla que sostenía la coletilla rubia en su sitio. Con los astrales ojos del poema, me miró entreabriendo labios pintorreteados. Le vi los dientecitos hasta los colmillos, en sonrisa que subía despacio, sin descomponer la translucente mascarilla que le cubría el rostro.

No quise rechazar aquella oferta, pero pedían por el niño veinte pesos. Regateé, porque no los tenía. Rebusqué la cartera, ni con un cambio que guardaba en la relojera, pude juntar más de dieciocho pesos. No por vicio me interesó el negocio. Sentía un pájaro aleteándome dentro, pero sin que el reducido espacio de mis pulmones le sirviera para levantar vuelo. Déjelo en dieciocho. A ver, a ver, que hay poco tiempo y me espanta los clientes. Si no tiene, no compre. El pájaro intentaba picarme el corazón pero los limitados espacios interiores no iban a permitírselo.

Pobre de mí, pobre del pobre niño, me repetí todo el camino de vuelta a casa. Para febrero me convencí de que me había olvidado de aquella difícil transacción que no pude cerrar por faltarme dos míseros pesos. Sin ver remedio en lamentaciones, me dediqué a lo mío con bastante aplicación y buena voluntad. Me casé en marzo. Me reproduje en diciembre. Construí una casa firme a la orilla del río y, en los ratos de ocio, si no leía algún libro que me prestaban en la biblioteca, veía pasar las horas contemplando la mansa corriente. Si domingo, mi hijo y yo echábamos el anzuelo desde el balcón y si caía trucha, la cenábamos. La semana la pasaba cumpliendo, teniendo a perfección los libros, sumando las columnas que siempre balanceaban, día a día hasta las cinco. De noche, me iba temprano a la cama. De mañana, nos turnábamos el gallo y yo para despertar al vecindario. Pasaron diez años.

Una tarde en San Juan. Una tarde de puro verano, agosto en llamas, bajé a los baños que hay debajo del Tótem en la plaza del Descubrimiento. De ir a San Juan, no dejo de tomarme tres o cuatro cervezas. En el compartimiento al lado mío escuché como un río desbordándose. No quise mirar por discreción y hombría. Tardaba mucho en vaciárseme la vejiga. Demasiado. Nunca pasó así antes. Sentía que me vaciaba todo. Por el orificio urinario del glande me salía el Orinoco fuerte y paciente. No exagero, sé lo que digo, vivo a orillas de otro río. En el compartimiento de al lado, el ruido ensordecía y asustaba como una de esas caídas terribles del Yunque. Se fue el rabo del ojo, sin que pudiera evitarlo, y meaba torrentes allí aquel niño que no había comprado.

Ahora podría comprarlo si lo vendieran, pensé. Pero con la subida de precios debida a la inflación que nos ahoga, este niño vendrá costando unos doscientos pesos. Tendría en la cartera cuatrocientos. No para botar, pero si me lo salieran a vender, el trato se cerraba. La vejiga seguía jugándome sucio. No lograba terminar, el Orinoco fluía incesante e indiferente. El niño estaba inoportunamente mirándome, porque él sí había terminado. Había cambiado el disfraz. Vestía de baloncelista. Un baloncelista con brazos de alitas de pollo y patas de canario. Frágil, débil, con aquel uniforme satinado, parecía más pulga que atleta. Sonríe, no lleva colorete esta vez y la mascarilla translucente hecha de materiales nuevos más flexibles le permite amplia franqueza, casi descarada. Para describir la dentadura necesitaría del estuche de acuarelas. Tonos fugaces de piel de cebolla. Malvas y lilas extremadamente tenues.

Cuando por fin termino, sintiéndome pellejo vacío, lo escucho que me habla torcido. ¡Estúpido! ¡Mil veces estúpido! Tenías dos pesos dobladitos en el bolsillo de la chaqueta. Entonces no lo sabía. No importa, debiste haberte dádote maldita la cuenta. ¡Estúpido! ¡Hijo de negra puta! Ahora tengo el dinero. ¡Y qué importa lo que tengas o lo que no tengas, indio de mierda!

Mientras profería éstas y peores obscenidades, yo intentaba que no se me cayeran los pantalones a causa de la deshidratación provocada por el largo pasar del Orinoco incontenible. Saqué el cortaplumas para abrirle otro boquete a la correa. Justo en la mitad, para poder sentírmelos ajustados al esqueleto. ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido! A todo pulmón. Y se fue yendo. Subí tras él, no iba a perderlo. Pero se me cayeron las gafas y en lo que me bajé a recogerlas lo perdí de vista.

No estaba en la plaza. No había nadie a quién poder preguntarle. La puerta de San José enmudecía en cerrazones. Más allá, el horizonte, con las acuarelas débiles de la boca del baloncelista perdido. Por ahí se fue, me dije, y salté la valla del viejo Manicomio Insular que estaba clausurado por restauración. Una vez adentro, quedé atrapado. No había allí que pudiera salir si no una que otra paloma. Bajé al sótano trasero que florea con la calle. Alguien pasará, alguien me ayudará a salir. Escuché pasos. Dos marineros. Los oí decir que iban de putas a La Perla. Grité y me oyeron. ¡Sáquenme de aquí! Lo logran con poco esfuerzo. Intento explicarles que no se va de putas a La Perla. Que de putas se va al Condado. Quisiera ayudarlos, en pago por su servicio, por eso les dije lo que les dije. En el Condado hay miles de argentinas y españolas. De las que no pudieron aguantarse sin Franco. De las que manda Alfonsín. Me golpearon, quizás por lo que dije. Juro que no había intención de herir a nadie en mis palabras. Me salvaron, sólo quería ayudarlos, para que no se equivocaran. Uno sacó una faja de billetes de a cien. Habría allí mil pesos. Me empujaron a burrunazos para que corriera apartándome de ellos. Nosotros vamos a donde nos venga en gana, imbécil, quién nos lo va a impedir, un sucio pederasta de clóset que no es capaz de aprovechar la oportunidad de comprarse un niño a buen precio. ¡Lárgate de nuestra vista, cabrón!

Había un taxi esperando en la esquina de San Sebastián. El taxista dormía. Logro despertarlo. Me cobra una fortuna por llevarme a casa. No quise volver a pensar en el ángel ni en el baloncelista furioso ni en los dos marineros. Habían herido hondo tantas malas palabras.

No volví en otros diez años a San Juan, hasta que llegó el día en que no cupo negarme y tuve sin remedio que subir hasta la plaza de Ponce de León, al pie de la plaza del Descubrimiento, la de los baños peligrosos debajo del Tótem. No se habían olvidado de mí los dos marineros que estaban, con muchos otros más, ocupando los bancos, cada cual con su piragua en la mano. ¡Eh, tú, imbécil! No sabía qué iba a hacer. Nunca me sentí tan aterrorizado. Se levantó uno y vino hacia mí. Se me acercaba demasiado. Me susurró señalando la puerta lateral de la iglesia de San José: entra ahí, el cura te está esperando.

El cura fue al grano: ¿se lleva o no se lleva al niño? Lo estaban cuidando monjas en las catacumbas, según dijo, le habían preparado abajo un cuarto con juguetes. De vez en cuando lo disciplinaban, pero amorosamente. Pase, pase, baje usted primero, que yo lo sigo, ah, pero antes déme lo que tiene que darme. No sabía yo a qué se refería. No le di nada y bajé. Me seguía, iba leyendo con tenebrosa voz los nombres de los conquistadores difuntos. ¿Ha visto usted el San Pío de Catedral? dijo el cura, le crecen las uñas. Deme el encargo o no verá usted al niño. No sabía yo a qué se refería. Y a propósito, métase claro en la cabeza que ni españolas ni argentinas esas santas mujeres sino las once mil vírgenes. Si no me da usted el encargo ahora, no hay trato, subimos y terminado el incidente. No sabía yo a qué se refería, pero me armé de valor, no, no, no, no hemos acordado eso, primero deje ver al niño. Se puso muy muy serio, pero accedió. Llegábamos tan bajo como más no se podía. Me arranca el maletín de la mano. Se ha cerrado la dificilísima transacción. Abrió una puertecita, y allí estaban flagelando al pobre niño. ¡Cuánta crueldad!

Sentí total emblandecimiento. Se me abría el pecho desgarrado como un viejo sudario de los que habría en los catafalcos. ¿No reconoces al hijo que te mataron? Sácame de estas catacumbas donde no penetra el calor del sol. Dales lo que pidan, dales lo que pidan, dales lo que pidan, iba aquella vocecita triste descendiendo. Lo tenían vestido de crucificado. Llevaba en la cabeza una coronita de espinas. Lo sueltan, se aproxima débilmente. Lo atrapo en mis brazos para evitar que se caiga. Tras la boca rota, las perlas, verdes, rosadas, amarillas. El cura nos echa la bendición.

Crece. Se desarrolla. Meto mi cabeza dolida buscando refugio en aquel pecho que cuaja en durísimos músculos. Me responde tierno. Quedo atrapado en aquel pecho del niño, del baloncelista, del ángel.

Ahora estoy aquí adentro. Un pájaro que no logra ni incorporarse ni aletear, una gaviota que no va a poder ya alzar vuelo en tan incómodo recinto que escasamente la contiene. Me siento capaz, sin embargo, de romperle el corazón con el pico, pero no quiero. No que no pueda, aún me quedan fuerzas, pero no quiero, no quiero.

Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2000, antonio7@coqui.net
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