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Las corrientes peligrosas

Cuento

Antonio Bou

 

P
or fin hoy me siento bien, quizás como mejor he logrado sentirme en este lleno de sorpresas pobladas de seres inventados y expectantes viaje. No creo que haya habido más distracciones para nuestro objetivo final en cincuenta y dos años de mi vida o en la infinitud de la vida de Dios.

    Ajústese bien el a veces innominado pero siempre de corazón tenido en cuenta, en su interpretación honrosa, que he humildemente aclarado que creo, mas con la debilidad conviccionante que el tal verbo en esos usos carga. Aunque podrá el no tan conocido alegar que creer equivale a creer y que de creencias vivimos, por lo cual me veo en la obligación de aclarar que lo que dije arriba monta tanto cuan no creo, aunque se tararearía fatal para Dios, para mí y para este viaje, la incredulidad, ese estado en que caeríamos en cualquier singular y aciago momento en que las niñas que nos desocupan se desocuparan y su juego se perdiera en la vaga oscuridad de una nueva nada que nos envuelva y suprima.

No suprimidos aunque sí envueltos en otras consideraciones, nuestros estados mentales se parecen a chiringas encampanadas, a cordeles sin cabo suelto que atan de un modo aún desconocido el final, allá en Tierra del Fuego, de estas vidas no enredadas en su paralelismo difícil y comunicante cuyas líneas dibujan el patrón cabalístico necesario para la continuidad de la especie humana. No suprimidos, repito, aunque envueltos sencillamente en acontecimientos sumamente significativos donde el corazón se envanecería, quiero decir el de cada, con el resultado de actos de generoso heroísmo. Dado el caso de una playa en que el mar sonríe y la luna finge interplanetarios patrones al jugar con peñas y montes y el resto del selvático paisaje del Caribe continental.

Conviene detenerse en esa particular alusión a los caníbales. Ese mar furioso como tempestuoso útero de tormentas avasalladoras, tienta como mito metamorfoseándose en luciérnagas y otros insectos. Un mar que ya no sonríe sino ríe a carcajadas ante los temerosos que cuentan los muertos. Mar asesino y caníbal de Colombia que bate con furia precolombina golpeando el litoral resistente que no ceja en su represión violenta. Agua y piedra, agua y piedra. Corriente peligrosa del mar del parque de Tayrona que se traga a los niños y a los hombres atrevidos en su hambre y furor de profecía. La primera vez que se lanza Dios a aquel mar provoca conmoción general. Gritos y suspiros de miedo a la muerte y a las honras fúnebres. Gritos y suspiros con los que parece que las niñas amenazan suspender sus atrevidos juegos desligándose.

Dios juega también. Respeta las corrientes peligrosas, no las desafía. Se arma de valor ingenuo como niño gigante. Cuánto sabe, cuánto comprende. No quiero halagarlo. Digo lo que tengo que decir. Sandra y Jimena suspendidas en casi un abrazo. El particularmente sonriente y estudiado Andrea con frígido semblante de resignación. La veronesa que no ha venido. Los hermanos encontrados con brillantes ojos de seducción incestuosa. Las palmeras como altoparlantes de vegetal espanto. La israelita varada buscando una soga larguísima para esquivar el grito y atarle los musculosos brazos a la amenaza. Otro real altavoz. Yo tiemblo, no he aprendido a esperar del amor y la vida sino la muerte.

El poco grato ejercicio día a día y noche a noche se transforma en selvática aspiración. Mariposas azules dejan larvas engarzadas en los pulsos de mis tobillos. Infinitud de zancudos hace fluir la sangre hacia los capilares de los contornos. La piel se hincha, muestra rojizas urticarias, la fiebre se manifiesta como maternal escapatoria. La realidad del opuesto mundo civilizado se mece en una hamaca roja adaptada al feroz medioambiente. Equipos de acampar con las más modernas comodidades disponibles. Ahora, Dios parece un Charlot de aterradora sonrisa. Se mece, se mece, con la diligencia de un columpio de larguísimo tiro. Las ahuecadas risas se suceden, y luego sus contrapartidas rellenas de sucinta existencia.

Más allá, el así feroz mar envidioso de la vida sublime que ondea a pasos de la orilla. ¡Qué salvaje furia verde! Qué monstruoso parpadear de ojos violetas, qué infame carcajada de estupor violento, de madre viuda, de agonizante esplendor de atrevida juventud. Un chico sin cautela se deja llevar por las aguas asesinas. Las dolorosas aguas de la muerte le entornan los ojos amarillos. Se va transformando en esponjosa sombra con olor a pasados crustáceos muertos. Dios se desnuda como frío espartano ante toda aquella gente amontonada en la orilla. Se escucha tal vez un grave suspiro de las mujeres. Yo cierro los puños en desesperada meditación. Las luciérnagas confunden el reloj e imposibles linternas alumbran un camino no antes andado.

Salvar una vida. Qué significa salvar una vida sino salvarlas a todas ellas como arabescos perfectamente integrados en la decoración de algún templo. Luz Marina se ha quedado con los ojos en blanco. La judía varada del destierro vuelve a sacar la soga infinita desenrollándola fría y calculadoramente, quizás más en contra mía, como si no tuviésemos o pudiésemos los dos tener lugar a la vez en el mundo. ¡Ay, Dios, Dios, quién te trajo hasta aquí para hacerte mejor actor ante tales inquietas bambalinas! ¿Quién puso agujereados colores en las gelatinas de estos focos de circo? Salvar una única vida de adolescente ahogado. Salvar una vida brillante y amada como todas las vidas de Dios. Y no por eso viniste a esta selva angustiada del Magdalena.

El atrevido desnudo se dibuja contra la arena que refleja las onerosas escarchas del poniente. El angelical espectro de carnes demacradas se transforma en visión anunciante. Gabriel, Gabriel, mientras las niñas juiciosas y tranquilas juegan sus entretenidos juegos placenteros de siempre. Sin detenerse por ahora. Permitiéndoles a la vida y al sueño acorralar en neblinosos paisajes la hazaña de un día cualquiera en que resulta sumamente importante y productivo respetar al mar, haber jugado estudioso con las mortales corrientes sin llevar más cuentas. Porque como sabemos del particular heroísmo de los hombres, como quizás ya dije, salvar una vida implica salvar todas las vidas.

© Antonio Bou, 1998: antonio7@coqui.net
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