[Ciberayllu]

Jauja, 1998: en busca del pan

Visita a la tierra de uno

Fotografías y texto, Domingo Martínez Castilla

Lo primero que vi llegando a Jauja, el último día de julio de 1998, fueron mis recuerdos, por todas partes. Desde Pachacayo, las memorias se empezaban a agolpar, como siempre me sucede. Poco después, Llocllapampa, y un poco más allá, Acaya, hasta donde algunas veces llegamos —aventureros de doce años— pedaleando nuestras bicicletas, a duras penas, para estar un par de horas en las aguas termales y emprender el camino de regreso, algo menos arduo por ser de bajada.

El río Mantaro, pasando el puente Matachico, sale del encajonamiento que lo trae desde la puna: se separan los enormes cerros que lo rodean, para dejar laderas donde empiezan a aparecer los campos de cultivo, recién cosechados unos, en descanso los otros. Parco ya es el valle: los eucaliptos, que en cien años ya han dejado de ser extraños para hacerse parte esencial del paisaje, hacen sombra a matas de retama, algunas todavía luciendo las flores amarillas que quedan del carnaval de color que es el mes de mayo. En las ahora amplias riberas del río pacen siempre vacas, carneros, chanchos y burros que no podrán hacerlo cuando el río crezca gracias a las lluvias que empezarán a llegar recién en setiembre u octubre.

Ya estamos cerca. El puente «Stuart» se ha caído hace poco, probablemente de viejo y oxidado, y hay en su lugar otro de cemento. El corazón empieza a apurarse al pasar a la margen izquierda. La ciudad querida se hace inminente. Al lado derecho, las chacras rodeadas de cúmulos de piedras, donde jugábamos cuando niños tratando, sin éxito, de agarrar a las pequeñas lagartijas que siempre eran más rápidas que uno. Hace unos diez años —un par más, un par menos—, se entra a Jauja por Tambo, o Villa Sausa, y no por la más amplia entrada de Maquinhuayo, la del aeropuerto, que fue cerrada para proteger al cuartel militar de probables atentados terroristas. Al borde de la carretera central hay, hace algunos años, una enorme estatua pintada de la Virgen del Rosario, patrona de Jauja: Mamánchic Rosario indica que hay que voltear a la izquierda, cruzar la línea del tren, y entrar a Jauja, la ciudad. La avenida «Ricardo Palma», polvorienta, con baches, deja ver el cerro Huancas, donde tantas veces fuéramos dizque a explorar las ruinas de las colcas que lo coronan, entreteniéndonos buscando alacranes y arañas entre las piedras, y siempre asombrándonos de cómo se podía ver toda la ciudad, el valle río abajo, hacia Huancayo, y hacia el otro lado un atisbo del espejo de la laguna de Paca.

Atardecer
Calle al atardecer
 
Al lado derecho, el local moderno —que ya no nuevo— del colegio «San José», a donde mi padre iba caminando cada mañana a ganarse el pan, hasta agosto de 1989, ocho meses antes de su muerte. En este día, el colegio está vacío, por las vacaciones de medio año. Más allá, la estación del Ferrocarril Central, a donde no llegan pasajeros hace varios años, y al frente, el viejo busto de bronce del bisabuelo, con el pedestal quiñado, pero pintado no hace mucho. Un poco más allá el puente sobre el río Seco y el estrecho jirón Junín, la calle principal de la ciudad, siempre llena de gente, de tiendas, algo de basura en las esquinas, música que cambia a cada paso, rostros jaujinos, nuestros «holas» a los amigos que se ven después de dos, tres años. El cine Colonial —donde muchos aprendimos, a tientas, los primeros secretos del amor y el sabor del tabaco prohibido— sólo tiene de cine el nombre, y se alquila hoy para bulliciosas fiestas chicha, conciertos musicales de toda clase, y cualquier otra actividad que requiera de mucho espacio. (Supongo que allá arriba estarán, abandonados, los viejos proyectores diestramente manejados por el hombre más obeso de Jauja, al que toda la platea gritaba «ĦBombo!, ĦBombo!» cada vez que las gastadas películas se rompían, interrumpiendo la función, los besos, los cigarrillos, mientras el señor Solís, dueño del cine, siempre digno, siempre tranquilo, no se inmutaba.)

Luego la plaza, que siempre parece enorme y luminosa después del jirón Junín. La mirada se va, invariablemente, a la izquierda, donde están la iglesia y el edificio de la municipalidad, ambos bastante bien conservados, y que son una de las cosas que no han cambiado, contrastando con los otros lados, donde el cemento moderno ha remplazado, caóticamente, la sobria arquitectura republicana del resto. Ya atardece, así que vamos de frente a la hermosa casa, la «Casa de Jauja» del escritor Edgardo Rivera Martínez, donde nos alojaremos en esta visita.

Siguiente

© Domingo Martínez Castilla, 1998

981206