Márgenes 16

La violencia del tiempo: El mestizaje y sus descontentos*

Discusión crítica de la importante novela de Miguel Gutiérrez.

[Ciberayllu]

Peter Elmore

 

En el Perú, un prestigioso lugar común quiere que el Inca Garcilaso de la Vega sea el primer mestizo de la nación: en la figura aristocrática y la prosa renacentista de Garcilaso se envanecerían, tempranamente, las potencias y las virtudes de la síntesis entre la simiente de los conquistadores y la cepa indígena. La imagen del autor de Los comentarios reales retrataría, casi alegóricamente, la condición peculiar del Perú posterior a la Conquista. Desde José de la Riva Agüero hasta Víctor Andrés Belaúnde, el discurso del mestizaje ha solido formularse como apología de un supuesto enlace armónico entre la cultura de los conquistadores y la delos conquistados. Menos que de ensayar la reivindicación de los mestizos de carne y hueso, se trataba de oponer un freno retórico al radicalismo delos indigenistas y, en general, a las criticas de los adversarios cosmopolitas o modernos de la hispanofilia. Por cierto, e1conservadurismo de la Generación del 900 no agota la reflexión sobre la importancia y el sentido del mestizaje: el asunto ocupó —como problema y, sobre todo, como promesa— a los intelectuales de la anti-oligárquica Generación del Centenario y a quienes, como José María Arguedas, reconocieron el magisterio de José Carlos Mariátegui y la revista Amauta. Habría que añadir que el tópico del mestizaje, a pesar de sus particulares resonancias en el Perú, no fue monopolizado por la intelligentsia de un solo país. De hecho, la categoría tuvo eco continental gracias a La raza cósmica, de José Vasconcelos. Mariátegui, precisamente, observó en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana que la propuesta de Vasconcelos no atañía a ningún grupo étnico efectivamente existente y que las tesis del mecenas del muralismo sólo eran inteligibles y válidas dentro de un marco utópico e ideal. Como otros intelectuales peruanos que desde la izquierda se pronunciaron sobre la cuestión del mestizaje, Mariátegui la vio en cambio a la luz (o la sombra) del problema indígena. En los Siete ensayos, acaso por su persistente inclinación a plantear los problemas sociales en términos de pares antagónicos, el mestizo peruano acaba por ocupar un intersticio más bien brumoso en el espectro de las razas: «El mestizaje es un fenómeno que ha producido una variedad compleja, en vez de resolver una dualidad, la del español y el indio» (p. 281). Uriel García, en una vena distinta, llegó al paradójico extremo de postular que el nuevo indio era, propiamente hablando, el mestizo andino. Unas décadas después, en los años cincuenta, José María Arguedas habría de entusiasmarse con las posibilidades de síntesis humana que veía abrirse en las comunidades del valle del Mantaro, allí, como señala Nelson Manrique, Arguedas «vivió la ilusión de que podría encontrarse el puente que terminara con la oposición irreconciliable entre blancos e indios».

La violencia del tiempo (1991) de Miguel Gutiérrez, convoca tácitamente al panorama que los párrafos anteriores intentan bosquejar. Al caudal del tópico de la mezcla, a la historia del discurso sobre el sujeto híbrido, aporta Gutiérrez una versión propia en la que se conjugan el énfasis patético y la vocación totalizadora. El encuentro de esos dos rasgos en la escritura, por cierto, conecta a La violencia del tiempo con otros textos cruciales del canon narrativo peruano, como Todas las sangres (1964) de Arguedas, y Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa. Más aún, las tres novelas —de maneras, sin duda, muy diversas— se proponen trazar metáforas comprensivas de la sociedad peruana a través de ficciones poderosamente ancladas en la poética del realismo.

No es un secreto que, entre las décadas del cuarenta y sesenta, la narrativa latinoamericana se distinguió por la elaboración de mapas críticos y simbólicos a escala tanto nacional como continental. A partir de los años setenta, el impulso abarcador —entre enciclopédico y mítico— que alentaba tras ese proyecto no ha tenido ya el consenso de su lado: con frecuencia se advierte que no es ya la hora de las 'novelas totales'. Por eso, un texto que ostente la envergadura y las aspiraciones de La violencia del tiempo navega contra la corriente y se arriesga a parecer extemporáneo. La extensa saga de los Villar ocupa más de mil páginas de apretada prosa, en el curso de las cuales desfilan decenas de personales —peruanos y europeos, varones y mujeres, grandes propietarios y desposeídos— que giran en torno a la historia paradigmática de una familia mestiza y popular. Las principales voces narrativas son la de Martín Villar, cronista y último vástago de su estirpe, y la de un narrador autorial que sostiene con el protagonista una relación ambigua, marcada tanto por la distancia irónica como por la compenetración. Hay también otros hablantes, entre los que se cuentan el enigmático pintor francés Boulanger de Chorle o el cronista tallán Juan Evangelista Chanduví., no faltan tampoco quienes ponen por escrito sus experiencias, como el doctor González —camusiano avant la lettre al que se debe un «Diario de la Peste»— o el aventurero revolucionario Bauman de Metz, que recurre al género epistolar para referir su tortuosa biografía y ofrecer testimonio de las luchas proletarias en la Francia decimonónica.

A pesar de la profusión de líneas argumentales, La violencia del tiempo, no tiene un carácter disperso, episódico, pues la arquitectura del relato se sostiene en la pesquisa obsesiva de ciertas escenas traumáticas que marcan al clan de los Villar. La turbulenta saga de las cinco generaciones de la familia —desde su desigual fundación hasta su inminente clausura— le da forma a un microcosmos que —de manera exacerbada y compacta—, expresa a la sociedad peruana desde una perspectiva contestataria. La problemática colonial, entendida sobre todo en sus aspectos ideológicos e imaginarios, atraviesa La violencia del tiempo y marca con un sello indeleble al universo representado. En la novela, la familia mestiza funciona como sinécdoque de la nación: el drama de los Villar resume, en sus líneas básicas, el predicamento del Perú (o, al menos, de sus capas populares). Al hacer del país en crisis su horizonte último, La violencia del tiempo se emparienta con la poética de la novela histórica, que según Lukács se caracteriza precisamente por ocuparse de las encrucijadas nacionales, de los momentos en los cuales se dirime el destino colectivo. Es cierto que el relato de Gutiérrez no se sostiene principalmente en figuras documentadas por la historiografía pero, aunque su repertorio no sea el característico de las ficciones históricas, La violencia del tiempo se acerca a éstas al involucrar el pasado colectivo en el texto y al interrogarse minuciosamente sobre las operaciones de la memoria.

Si el sujeto de la saga es la familia y el de la novela histórica es la nación, en el centro de la novela de aprendizaje se debate un protagonista que debe definir su lugar ante el mundo. El caso de Martín Villar es similar al de Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente y, sobre todo, al de Ernesto, en su doble calidad de héroe púber y narrador adulto de Los ríos profundos. Como sus pares, Martín conoce la zozobra y el desgarramiento que acompañan el proceso formativo; como ellos, advierte que la escritura es el dominio donde los conflictos de la existencia pueden alcanzar su forma y definir su sentido. No es, entonces, fortuito que en La violencia del tiempo la vocación literaria y la práctica textual de Martín cobren casi tanta importancia como la crónica misma de los ancestros. «Reivindicación de un linaje humillado, retorno a la comunidad y consolación por la literatura: he aquí el camino de perfección de Martín Villar» (III, 310), dice con rigurosa concisión la voz autorial en el tramo final de la novela. En la cita se reconoce, condensada, la propuesta ética y estética que suscriben tanto el personaje central como el autor implícito de La violencia del tiempo.

Para dar cuenta de si mismo y de los suyos, Martín debe reconstruir su genealogía y remontarse a unos orígenes que, al modo de un simulacro, duplican los del Perú. En efecto, quienes inician su estirpe son un aventurero español, Miguel Villar, y una mujer indígena, Sacramento Chira; irónicamente, la réplica de la cópula colonial sucede cuando ya se ha proclamado la república y el país ha logrado su independencia política: la escena primaria, el encuentro fundador, es menos un punto de partida inamovible que la re-presentación de una imagen aún más remota. En todo caso, la pasión retrospectiva que anima al protagonista y a la novela no se alimenta sólo del deseo de volver al principio, al momento inaugural. La búsqueda apasionada de la historia de la familia obedece, principalmente, a la voluntad de esclarecer las circunstancias de los traumáticos agravios que han marcado, como estigmas, a los Villar. Así, la venta de Primorosa Villar a Odar Benalcázar, terrateniente de horca y cuchillo, y la flagelación del orgulloso Cruz Villar figuran de manera enfática y vergonzosa en la memoria de los parientes. Humillados y ofendidos, los Villar se definen —o, mejor dicho, se sienten definidos— por episodios deshonrosos.

La honra contrariada es, precisamente, un elemento central de la identidad colectiva en La violencia del tiempo. El tópico del honor, de larga tradición en las sociedades mediterráneas, resuena con una inflexión peculiar en el ámbito mestizo y colonizado donde discurre la novela de Gutiérrez. Es notorio que la viga maestra del relato remite, con una actitud a la vez paródica y patética, a una disciplina aristocrática —la genealogía— y a una práctica estrictamente española —la de los estatutos de limpieza de sangre. En relación a esos moldes, la crónica de los Villar parece condenada a tener un carácter degradado, inferior: se trata, a fin de cuentas, de la historia de una estirpe plebeya y, por añadidura, mestiza. En vez de la estima nobiliaria y el orgullo de casta, lo que marca la conciencia y la sensibilidad de los personajes —sobre todo las de los dos patriarcas, el bisabuelo Cruz y el abuelo Santos— es un malestar intenso y una rabia mal disimulada. La herencia recibida no se compone de bienes; consiste, al contrario, en una atracción compulsiva y tortuosa por la destrucción de las vidas ajenas y las propias. No sorprende que ese impulso destructivo, maldito, se manifieste en forma particularmente exasperada en Cruz Villar, el primer mestizo del linaje:

El despotismo de Cruz Villar tiene un sesgo patológico, pero la matriz cultural de la que procede es fácilmente reconocible: el ejercicio irrestricto de la voluntad del pater familiae corresponde a un modelo señorial y pre-moderno. Podría calificarse de feudal la mentalidad del personaje, si no fuera porque en el contexto peruano se asocia más bien a la de los encomenderos coloniales y los grandes hacendados criollos de la época republicana. Los rasgos caricaturescos y estereotipados que se advierten en Cruz Villar no se deben a torpezas de la caracterización, sino a que el personaje desea —en la pobreza de sus circunstancias— reproducir los usos y las normas que asocia con el padre ausente. La imitación resulta inevitablemente hiperbólica, desaforada, en la medida que el modelo al que se intenta copiar es inaccesible. Así, en el escenario doméstico el bisabuelo Cruz interpreta con vehemencia el rol de una figura fantasmal, el Conquistador. Su identificación con ese arquetipo es no sólo visible, sino ostentosa. En vez de constituir su hogar según las reglas socialmente sancionadas, Cruz practica la bigamia de manera pública y, lo que es aún más significativo, con dos hermanas indias:

En la cita previa, el emisor es Martín y la destinataria es Zoila Chira, su conviviente y alumna. Vale la pena notar, además, que el discurso del narrador está penetrado por una voz colectiva que proporciona información a la vez que expresa los juicios y prejuicios de la comunidad. Esa tercera presencia funciona, sin duda, como un coro popular y tradicional: de hecho, la diametral discrepancia entre el consenso de los vecinos y la conducta de Cruz Villar expresa la índole anómala y singular de ésta. La vida doméstica del bisabuelo no sólo delata una vocación de exceso y un ánimo provocador, sino que encierra la clave de la relación con el padre ausente. Martín Villar, al comentar e interpretar el sentido de las elecciones conyugales de su ancestro, conjetura que Cruz intentó con esa unión polígama alejarse de su progenitor blanco (III, 14). Podría, más bien, afirmarse lo contrario: al vincularse a dos mujeres indias, el hijo duplica la acción del padre. Antes que desandar los pasos del aventurero español que lo engendró, Cruz intenta repetirlos imaginariamente; el matrimonio con una mestiza o una blanca significaría, más bien, la ruptura con un modelo de virilidad que se afirma en el dominio despótico sobre el cuerpo colonizado.

En gran medida, las relaciones sexuales y la vida en común se ordenan en La violencia del tiempo bajo la misma lógica que preside los nexos entre sujetos de clases y grupos étnicos diferentes. El género femenino, la etnicidad indígena y la exclusión del círculo de los propietarios son, en el mundo arcaico y convulso de Cruz Villar, las marcas de la debilidad: en ocasiones, la valencia similar de estos rasgos lleva a pensarlos como sinónimos. Así, el patriarca mestizo creía, según afirma su bisnieto, que «los indios, fuesen varones o mujeres, eran hembras por naturaleza, como hembras condenadas por Dios para ser violadas por el macho y por el macho convertidas en siervas, en esclavas, en concubinas y zorras de los señores de cuero blanco» (III, 12). No está demás precisar que Cruz Villar expone esta peregrina teoría a los vecinos del pueblo de Congará entre sollozos y luego de haber sido víctima de un castigo ordenado por Odar Benalcázar: el contexto le impone un deslizamiento al sentido del discurso, que contiene tanto el reconocimiento de la hombría del terrateniente agresor como una admisión oblicua del sometimiento femenil del mestizo. Los dos extremos que desgarran la ambigua identidad del personaje quedan, entonces, trazados ya con firmeza: la identificación con el fantasma del padre blanco se manifiesta en el ámbito del hogar, mientras que en la intemperie se descubre el vinculo reprimido con la madre india. De esta manera se esboza en el texto la imagen de un yo híbrido y escindido que, de manera bastante obvia, se contrapone a la visión apologética del mestizaje: en la atormentada subjetividad de Cruz no cuaja la síntesis de herencias diversas, sino que se encona una antinomia sin salida.

A esa antinomia se enfrenta, de otra manera, el último heredero y cronista de la familia. Como antes he señalado, la pesquisa genealógica de Martín Villar y la voz autorial no intenta rescatar del pasado hechos gloriosos, dignos de exaltación y fama. Por el contrario, los acontecimientos que definen al clan son causa de oprobio, de modo que la mayoría de los Villar prefiere —aunque, en rigor, no puede— olvidarlos. Entre los episodios que más laceran la memoria del grupo se halla, sin duda, el de la relación que Primorosa Villar sostuvo con Odar Benalcázar: «Me entregaba luego a pensar (a tratar de pensar) en el sucio asunto, en su entrega a Benalcázar, en su venganza y huida y posterior retorno a Congará para honrar la tumba de su hermano Inocencio y escupir sobre la de su progenitor e invocar maldición eterna para el linaje de los Benalcázar León y Seminario» (I, 67). La cita —aparte de ilustrar bien el lenguaje solemne y grandilocuente que favorece Martín— compendia una de las líneas argumentales más importantes de la novela. La biografía de Primorosa, no está demás añadirlo, concluye en la locura y la miseria: la muchacha de belleza admirable termina sus días convertida en una vieja grotesca. No es difícil advertir en el diseño de este personaje y de su historia las huellas del melodrama romántico; tampoco es arduo reconocer un rastro faulkneriano, sobre todo en la tendencia a evocar desde el deterioro un pasado trágicamente sombrío y rico en gestos desmedidos.

La venta de Primorosa, en sí misma motivo de vergüenza, desencadena otras circunstancias humillantes. La peor de éstas, sin duda, es el castigo que sufre Cruz. La flagelación del patriarca resulta aun más traumática para la familia que la entrega de la doncella, al punto que la cubre una reticencia de mayor grado. Del testimonio de Martín se deduce el orden jerárquico que, en la memoria y el discurso de los Villar, ocupan los dos episodios:

Al interior de La violencia del tiempo, los filtros que procesan la información sobre el pasado se ponen de relieve y, además, se narra con prolijidad el trayecto que sigue el narrador-protagonista —ese escritor en ciernes— para alcanzar el conocimiento de su historia familiar. En el plano de la fábula importan tanto las peripecias de los ancestros como la práctica del cronista: así, el texto dramatiza las dimensiones de la aventura y el registro. Mientras Cruz Villar marca con sus actos a las sucesivas generaciones de la familia, Martín se propone reivindicar su linaje por medio de la escritura. De ahí que el descubrimiento de su vocación literaria sea la clave de la biografía del último Villar: contar la historia de los suyos es la empresa que, a los ojos de Martín, podría justificar su propia existencia. La cita anterior, sin embargo, revela que la tarea que el personaje se impone no traduce los deseos de la familia. La mayoría de los parientes, después de todo, prefiere no remover un pasado incómodo y penoso. El mismo narrador indica que sus primeros informantes recortaron y mutilaron la historia de la tía Primorosa; ante la ignominia de Cruz, por otro lado, recurrieron a una solución más drástica aún que la censura parcial. Significativamente, no es por boca de su gente que Martín se entera de lo ocurrido con su bisabuelo; sólo a través de la lectura suspicaz y entre líneas de los cuadernos de su padre —precursores, ciertamente, de su propia narración— intuye Martín que acaso haya en la memoria de la familia un recuerdo abominable, inadmisible. Será durante la visita al pueblo de Congará —ruina y oráculo al mismo tiempo que se levante el velo del misterio: en esa localidad, cuyo parecido a la Comala de Pedro Páramo no es simple coincidencia, los fantasmales vecinos le revelarán al joven peregrino la naturaleza del agravio infligido a su antepasado. Es importante resaltar que bajo la representación del viaje de Martín Villar se percibe un sutil pero indudable trasfondo mítico: la visita a Congará es tanto un descenso a los infiernos como una travesía en busca de los secretos de la existencia. Se entiende que este hecho se convierta en uno de los hitos que marcan la vida del personaje: el conocimiento del pasado —que, en este caso, equivale al acceso a la información prohibida determina el proceso de crecimiento de Martín Villar. No es gratuito, a propósito de este punto, indicar que el protagonista data el fin de su infancia al día en el que su tía Primorosa y su abuelo Santos, en el curso de una disputa, le dejaron saber involuntariamente que la familia Villar escondía secretos abyectos (I, 23). Sistemáticamente, las transiciones cruciales del personaje ocurren sólo cuando éste entra en posesión de un saber amargo, perturbador.

Para entender la peculiaridad del status de Martín Villar y de la tarea que reclama obsesivamente sus energías, es útil comenzar diferenciándolo de un narrador popular y tradicional. Este último preserva una memoria que se transmite de generación a generación y, además, ejerce su función en un marco al que determina la oralidad; Martín, por su parte, hurga obstinadamente en aquellos episodios que sus familiares desean suprimir y se propone escribir un relato en el cual confluyan el documento y la ficción. Por cierto, es relevante que el aprendiz de escritor se dedique a los estudios históricos durante su trunca carrera universitaria; también importa observar que, años antes de embarcarse en la redacción de la saga familiar, el personaje produce algunos cuentos —los cuales, dicho sea de paso, son materia de una revisión demoledoramente sardónica en el cuerpo mismo de La violencia del tiempo. En rigor, por la naturaleza de su periplo formativo y el carácter de sus aspiraciones, Martín Villar puede situarse dentro del vasto sector provinciano, mestizo, pauperizado y radical de la intelligentsia peruana. El peso que este segmento ha tenido en las escenas intelectual, artística y política del Perú en el siglo XX es, al mismo tiempo, indiscutible y ambivalente: de sus filas han surgido tanto César Vallejo, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas —para nombrar sólo a tres figuras de gran calibre— como los líderes del senderismo.

Letrado popular y contestatario, Martín Villar se parece en parte al atormentado hombre del subsuelo, de Dostoievski. Es, como éste, culto y paupérrimo, aparte de extraordinariamente susceptible a todo lo que melle su dignidad. A diferencia de su homólogo en la Rusia zarista, sin embargo, Martín Villar vive intensamente su relación con un pasado abrumador y urgente: si algo resulta obvio en la búsqueda retrospectiva del personaje es, justamente, el pathos que la envuelve. Así, medirse con la memoria de los suyos está lejos de reducirse a un ejercicio académico, pues lo que está en juego no es el éxito profesional (al que Martín, por lo demás, renuncia al no aceptar la oferta de padrinazgo intelectual de un acaudalado historiador hispanófilo); de lo que se trata, más bien, es de alcanzar a través de la escritura y la experiencia personal una forma secular, política, de redención. Evidentemente, no es fortuito que la antes mencionada visita a Congará coincida con la fuga del seminario y el abandono de la vocación sacerdotal en la que Martín —al decir del narrador omnisciente— había buscado un «ilusorio camino de perfección interior» (I, 71). Vale la pena recordar que también como un camino de perfección se formula, ya hacia el final de la novela, el triple proyecto de recobrar la historia familiar, incorporarse a la vida comunitaria y dedicarse a la literatura (III, 310). En el caso del personaje de Miguel Gutiérrez (y del tipo humano que representa), la apostasía supone la abjuración de los dogmas cristianos, pero no la pérdida de la inquietud metafísica ni la ruptura con los moldes éticos y estéticos del catolicismo barroco, que es uno de los afluentes capitales de la cultura popular peruana. Esa impronta barroca se reconoce en ciertos rasgos decisivos del sujeto mestizo que retrata La violencia del tiempo el énfasis en la purificación a través del dolor y el sacrificio, el prestigio del conocimiento visionario e intuitivo, el fervor apocalíptico, las ilusiones mesiánicas y, sobre todo, la tendencia a concebir el mundo como teatro de antagonismos extremos.

Justamente, la tensión agónica entre contrarios es lo que define a la imagen del mestizaje que propone La violencia del tiempo. Es previsible que una inteligencia adicta a las antítesis y una sensibilidad fascinada por el claroscuro no conduzcan a fórmulas idílicas y conciliadoras: el mestizaje —en tanto fenómeno social y condición subjetiva— no se receta como remedio a los conflictos que afligen a la sociedad peruana desde la Conquista. En vez de ser el símbolo por excelencia de la nación, el mestizo cumple más bien el rol de síntoma: su presencia en el cuerpo colectivo demuestra la índole mórbida de la historia del país. (A propósito de este punto, no deja de ser significativo que el motivo de la enfermedad recorra la novela; podría uno prodigar ejemplos, pero me limito a mencionar dos que prueban la importancia del tópico: la peste devasta Congará y la convierte en un pueblo fantasma mientras que, por otra parte, Martín nace con una rara dolencia que casi lo condena a la ceguera). En lo que atañe al ser social, su patología se expresa no sólo en la lógica violenta y vertical que conecta a los dominadores con los dominados; se cifra, sobre todo, en lo que podría denominarse el trauma de la ilegitimidad, esa marca que —según La violencia del tiempo— define a la formación social peruana.

La polémica sobre el sentido de la hibridez del Perú repercute a lo largo del texto, pero se convierte en materia explícita de la mímesis cuando Martín comienza a definir sus preocupaciones intelectuales y existenciales. Así, el protagonista sostiene precozmente que en la bastardía se halla la clave interpretativa de la sociedad peruana:

El pasaje citado confirma lo que ya, a esas alturas del relato, era una fuerte sospecha: el título de la novela, a primera vista enigmático, ofrece una lacónica definición de la historia familiar y nacional. No es excesivo decir que en La violencia del tiempo el pasado actúa sobre el presente con una fuerza sobrecogedora, al modo de una maldición de la que no es factible sustraerse, y resulta por ello coherente que el relato respalde una célebre frase del Ulises: «La historia es una pesadilla de la que no puedo despertar» dice Stephen Dedalus y repite Martín Villar. En efecto, las dos comunidades a las que pertenece el sujeto —la de los parientes y la de los compatriotas— no pueden concederle más certidumbres que las del oprobio y el fracaso; de hecho, de la trayectoria del Perú y de los Villar parece deducirse que es casi imposible cambiar el curso reiterativa mente neurótico de la realidad social.

Ante un panorama tan desalentador, el espectro de alternativas se revela bastante estrecho. La primera respuesta (y, sin duda, la más obvia) a las perplejidades del pasado consistiría en la elección del silencio y el olvido, pero en La violencia del tiempo esa salida resulta impracticable. Así, cuando Martín quiere conocer los detalles de la venta de su tía Primorosa, se nos dice que sus tíos «guardaron un mutismo casi total» (I, 67); callar, sin embargo, no basta para suprimir el impacto que el episodio tiene sobre la conciencia de los personajes: «El tío Catalino cogió su sombrero y salió, dijo, a estirar un poco las piernas por la ciudad. El tío Luis, sentado en un rincón de la sala, agachó la cabeza y se hundió en un mutismo aún más hondo, pero sus ojos se humedecieron. Vejeces, cenizas, dijo el tío Silvestre, mientras daba grandes trancadas por la sala, mas lo vi apretar sus enormes puños y se encendió su rostro y con los ojos enfurecidos escupió con gesto de rabia y vergüenza» (I, 67). Negarle a la memoria el acceso al discurso no tiene, como puede notarse con facilidad, ningún efecto terapéutico ni ninguna función redentora: ni la curación ni la salvación —las dos metas a las que aspiran las transidas criaturas de La violencia del tiempo— se alcanzan por la vía del silencio. El fracaso de este recurso subraya, por contraste, la validez del segundo modo de lidiar con el pasado: exorcizarlo a través de la narración y hacerlo inteligible por medio de la crítica.

Contar la saga ignominiosa de los Villar y exponer una tesis perturbadora sobre la formación del Perú no constituye, entonces, una empresa destructiva: se trata, fundamentalmente, de una purga simbólica en la que se involucran tanto la voz autorial como su alter ego. De ahí que el trabajo de relatar no sólo se convierta en uno de los temas capitales de La violencia del tiempo , sino que pase a ser parte fundamental de la misma trama. En la cadena de las generaciones, el eslabón final se encarga —literal y figuradamente— de garantizar el cierre del linaje: al darle forma narrativa a la experiencia de los suyos, Martín se libra —aunque sólo a medias— de reproducir inconscientemente los patrones que atrapan a sus ancestros; al negarse a tener hijos, por otro lado, se asegura de romper para siempre la transmisión de los traumas que han agobiado la existencia de los Villar.

Ciertamente, la decisión de producir un texto y la resolución de no engendrar un hijo pueden parecer dictadas por impulsos de naturaleza contraria: la voluntad de crear alentaría la primera, mientras que el deseo de extinguirse animaría la segunda. Antes de emitir diagnósticos, sin embargo, vale la pena recordar el venerable clisé que define al escritor como padre de sus obras, pues en La violencia del tiempo esa imagen estereotipada recobra su vigor semántico, en la medida que involucra tanto a la práctica literaria del protagonista como a los dominios de la sexualidad y la procreación. De un modo radical, Martín escoge la paternidad discursiva sobre la biológica y, mediante esa elección, se ubica en las antípodas del fundador de su deshonrada estirpe. Así, si el español Miguel Villar fecundó a la indígena Sacramento Chira para luego olvidar a su descendencia peruana, Martín Villar evoca por escrito a sus ancestros y se rehusa a tener un vástago con su compañera, Zoila Chira (la cual, dicho sea de paso, tiene en común con la tatarabuela de Martín no sólo el apellido, sino la raza). Como puede notarse, la inversión de roles entre el primer y el último varón de la progenie no puede seguir una simetría más rigurosa. A propósito de este fenómeno, conviene notar que las principales figuras masculinas de las dos primeras generaciones de mestizos —Cruz y Santos, el hijo al que el primero nombra como primogénito— se distinguen por un machismo exacerbado y una sexualidad depredadora, como si de ese modo intentasen perpetuar la memoria del Padre. Ya se ha mencionado el régimen despótico que Cruz impuso en su bígamo hogar; por otro lado, Santos Villar violó a Isabela Victoriano Nima, abuela de Martín y madre del segundo Cruz. Sin embargo, el padre de Martín y el narrador-protagonista, en claro contraste con sus predecesores, se caracterizan por sus afanes intelectuales y el respeto a la dignidad de sus parejas.

A partir de esas diferencias entre las generaciones de la familia, podría acaso trazarse una parábola que fuese de la barbarie a la civilización, pero La violencia del tiempo está muy lejos de adoptar una postura edificante y optimista: en un sentido profundo, el pasado de los vencidos invade y contamina el presente, invalidando la lógica lineal del progreso. La novela de Miguel Gutiérrez no remata proponiendo ni una apoteosis integradora ni la confianza en un futuro distinto para la sociedad peruana: mientras más deseable resulta el cambio radical, menos factible parece. En el universo de la ficción, es sintomático que la esperanza utópica aparezca, elegíacamente, bajo la forma de la nostalgia y el signo de la pérdida: así, se sitúa en el pasado irrecuperable de los expatriados europeos —Boulanger de Chorié, Bauman de Metz, el unamuniano padre Azcárate— o en la figura trágica y fugitiva de Deyanira Urribarri, la amada platónica de Martín Villar. Si la creencia en la capacidad revolucionaria de la clase obrera conduce al exilio o la muerte, es notorio por otro lado que la condición mestiza —con su bagaje de ilegitimidad, resentimiento y marginación— no se ofrece como posible fuente de ningún proyecto político viable ni como base de un nuevo modelo de convivencia. Esta es, sin duda, una postura consistente con la premisa que sostiene los tres tomos de la novela, pues La violencia del tiempo —en su dilatado recorrido por los dominios de la subjetividad popular y la formación de la comunidad nacional— combate con minucioso fervor las tesis que ven en el mestizaje la solución a las contradicciones y discontinuidades de la sociedad peruana.


NOTAS
© Peter Elmore, 1999, elmorep@spot.Colorado.edu
Ciberayllu

M�s ensayos en Ciberayllu

122/990407