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En viceversa pura

Víctor Hurtado Oviedo

El amor es la única reencarnación que no necesita 35.000 años.
 
 
  En 1923, joven aún, César Vallejo pasó a mejor vida: París. Años atrás había bajado desde el sol de los Andes hasta Lima, en cuya niebla tenaz estuvo a punto de disolverse como una brizna de agua provinciana (a la niebla de Lima sólo le falta Londres). Triste e irremediable como un terno de color café, Vallejo vivía bajo el cuidado de la pobreza, que nunca niega a sus hijos lo que le falta. Así, cada lánguida mañana, el poeta sabía que un magnífico día para él comenzaba para otros, y escribió: «Siento a Dios que camina tan en mí». Hay una teología de urgencia en ese verso, pero también la reaparición de un mito que se ensancha con el tiempo y las literaturas: el mito del uno invadido por un otro; del sí mismo como territorio ocupado por obra del amor: amor de otro, amor de Dios. A mediados del siglo XVII, Francisco de Quevedo había escrito también —quizá pensando en Eros o en el Cristo de la eucaristía—: «Alma que a todo un Dios prisión ha sido».

Si se trata de la verdad, lo que no es ciencia es poesía. Los poetas no mienten, aunque saben —con Antonio Machado— que «también la verdad se inventa». No es suficiente, pero ¿qué desierto de números arenosos y de sociología reseca sería el mundo si toda certidumbre quedase en manos de nuestros amigos, los científicos? Comienza a amanecer, y, con un prisma de cristal, el profesor Isaac Newton descompone el espléndido color de la mañana; en cambio, don Luis de Góngora nos descubre que la luz se renueva a sí misma «en las purpúreas horas que es rosas la [sic] alba y rosicler el día». La luz ha sido mejorada por un verso. ¿Cómo no amar la falsa verdad que ha inventado así el artista? El pobre Sir Isaac necesitaba un prisma, pero nosotros sabemos que el prisma es el poeta.

Así también, cuando el poeta toca con sus ojos otra luz —que es el amor—, nos engaña hermosamente la mirada y nos inventa mitos que explican el huidizo secreto del querer. Entonces, con sus prismas sin colores, la ciencia vuelve en auxilio de la realidad poetizada y nos reprende: el amor solo es el pretexto del instinto de reproducción (el mismo instinto de las imprentas, supongo). Es verdad, mas nunca será bastante. A contraciencia, necesitamos los mitos del amor, la ceguera iluminada del amar, para sernos completos. Es duro de roer el hueso de la verdad desnuda; por esto jamás aceptaremos que la continuidad humana sobre la Tierra se reduzca al imán zoológico entre el homo y la múlier sapientes.

La prueba final de que siempre hemos de preferir la lírica del amor a la épica de la reproducción, es que nadie ha dedicado un bolero a Charles Darwin.

Los poetas nos han salvado de la verdad científica —tan leve de imaginación— y nos sazonan mitos para endulzarnos la sospecha de que el chimpancé está entre los prójimos que debemos amar como a nosotros mismos. Así también nace el mito del alma como una galería para los pasos de Dios, o como un presidio donde el guardián es cautivo de su prisionero.

Gustavo Adolfo Bécquer cantó un mito diferente: no la habitación de un ser por otro, sino la fusión de los dos en uno nuevo, como dos metales que forjasen una espada de un tercer metal que es oro y plata: «Dos rojas lenguas de fuego / que, a un mismo tronco enlazadas, / se aproximan, y al besarse / forman una sola llama, / [...] eso son nuestras dos almas».

Esa «llama doble» repite el mito del andrógino, el ser originario que Zeus dividió y del cual emergieron una mujer y un hombre que se buscan para siempre. Esta búsqueda infinita es el amor. Siglos después de aquel mito contado por Platón, lo renueva Pablo Neruda: «Así te amo porque no sé amar de otra manera, / sino así de este modo en que no soy ni eres, / tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño».

El último mito —el más extraño— es el que nos cambia por el otro. El amante no invade a otro ser, ni los dos inventan uno tercero; ahora, el amante es, a la vez, el amante y el amado: alquimia prodigiosa, como el enroque místico que nos propone san Juan de la Cruz:

«¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!».

¿Cómo ser el otro? ¿Cómo ser uno mismo el que se ve y el espejo en que se ve? La respuesta es imposible: yace en el fondo de la poesía, y solo hay que creerla. El español Pedro Salinas lleva esta magia a la memoria: «Y cuando ella me hable / de un cielo oscuro, de un paisaje blanco, / recordaré / estrellas que no vi, que ella miraba».

En su reciente Cancionero del tiempo en flor, la poetisa costarricense Lil Picado rehace el mito con una frugalidad de verbo que es otro laurel del conceptismo: «No ser tuya, ser tú / en viceversa pura».

Tres mitos poéticos explican enigmáticamente la unión espiritual con el amado. Son arcaicos y volverán siempre con la rueda de los siglos porque, en cuanto al amor, no hay verdad más aceptable que la ficción de los poetas. El amor es la única reencarnación en el presente: no nos hace esperar 35.000 años —lo que calculaba Buda, el optimista—.

El mito no es una mentira: es el color que le falta a la verdad. Gracias a los poetas, el mito es una verdad que ha ganado un concurso de belleza.

 
© Víctor Hurtado Oviedo, agosto 1998, vhurtado@nacion.co.cr
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