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LA NOVELA HISTÓRICA LATINOAMERICANA

Entrevista a Peter Elmore, a propósito de su libro La Fábrica de la memoria o el laberinto de la identidad

Nelson Manrique

 
   
 
Peter Elmore es, a pesar de su juventud, uno de los más brillantes críticos literarios peruanos. En su último libro, La fábrica de la memoria. La crisis de la representación en la novela histórica latinoamericana (Lima, Fondo de Cultura Económica, 1997), aborda el análisis de cinco obras fundamentales de la literatura de nuestro continente: El siglo de las luces de Alejo Carpentier, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, Noticias del Imperio de Fernando del Paso, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa y El general en su laberinto de Gabriel García Márquez. Nelson Manrique conversa con él sobre algunas de las claves de este notable ensayo.

— Para comenzar, ¿por qué la novela histórica en América Latina?

— Bueno, se entiende mejor si uno la pone en contraste con Estados Unidos. Hace no mucho tiempo Harold Bloom, que es uno de los críticos norteamericanos más importantes, escribió un libro llamado El canon occidental (The Western Canon) y, casi al pasar, hace la reflexión de que en los Estados Unidos la novela histórica carece de importancia. Esta es una observación absolutamente válida y legítima para la literatura norteamericana de este siglo. Sin embargo, no lo es si pensamos en la literatura de nuestro continente, de nuestra propia región, y creo que a partir de esto uno puede comprender que hay dos maneras de vincularse con el pasado, con la historia en este hemisferio. Una, que es la dominante en los Estados Unidos y que sintomáticamente se expresa en el desinterés por la novela histórica, y otra, que es la nuestra, que también sintomáticamente se expresa en el enorme interés por nuestro pasado y sobre todo por dos momentos de éste: por el momento de la conquista, de la fractura de las historias aborígenes latinoamericanas y el momento de la independencia, de la ruptura con el orden colonial español. Los dos márgenes del dominio colonial español que definen los momentos de fisura, de crisis extrema en el área latinoamericana.

— Antes de entrar en el tema de la novela histórica en América Latina, quisiera que profundizaras en la forma como se expresaría en la literatura de los Estados Unidos esta comunicación de los hombres con su pasado.

— Yo creo que la manera más significativa ha sido la gran novela norteamericana del siglo XIX o la gran narrativa norteamericana del siglo XIX. Se expresa, por ejemplo, en Moby Dick de Melville, como un enfrentamiento extremo —físico y metafísico— con los límites que la naturaleza le impone al ser humano. Lo que sería el equivalente a la historia y al pasado para los Estados Unidos, es la frontera, como un espacio natural que ofrece resistencia y que debe ser vencido y controlado.

— Es interesante, porque ése es uno de los elementos arquetípicos de la modernidad occidental: el hombre domeñando la naturaleza y la naturaleza como un obstáculo a ser superado, controlado y dominado.

— Bueno, otra de las grandes imágenes de la modernidad es la del individuo que rompe la resistencia que impone el pasado. Fausto, por ejemplo, el segundo Fausto de Goethe. El personaje que quiere rehacer el mundo a su imagen y semejanza es una de las grandes imágenes de la modernidad.

— ¿Piensas en alguna novela norteamericana paradigmática de esta visión de la ubicación del hombre en el cosmos?

— Bueno, como te decía antes, Moby Dick.

— En el doble sentido, del dominio de la naturaleza como...

— El dominio de la naturaleza como también en el problema del bien del mal y el sentido ético del actuar humano, la necesidad de afirmarse en el mundo como individuo. Todo eso está en el capitán Acab y en la lucha entre la ballena blanca y este hombre poseído por una obsesión que es, por un lado, empresarial, ejecutiva, y, por el otro, autodestructiva. La gran alegoría del modelo americano es justamente Moby Dick. Nosotros en América Latina no tenemos un equivalente, una novela semejante a esa.

— Pensaba que de los personajes de las cinco obras mayores que has escogido en tu libro, quizá el más cercano a ese modelo es el Bolívar de El general en su laberinto.

— ¿Es el más próximo a nuestra sensibilidad, dices...?

— No, a este arquetipo que tú planteas del individuo en lucha con sus circunstancias...

— Ah, sin duda...

— Fáustico...

— Sí, el individuo fáustico es el más próximo a eso, pero yo diría que incluso el Bolívar de El general en su laberinto está en lucha con su pasado, con su memoria y con el límite de su existencia. Es un personaje agónico y también elegíaco, representado elegíacamente, melancólicamente. De hecho el gran momento, la gran epifanía del Bolívar de García Márquez ocurre cuando está por morir. Momentos antes de morir tiene una revelación de su propia sintonía con el cosmos, con el universo. El momento de la muerte es una visión barroca: barroca y borgiana, donde se le revela al hombre el sentido de su vida. Más fáustico, más poseído por el fervor creativo y destructivo, me parece a mí Gaspar Rodríguez de Francia, el doctor Francia de Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. De hecho pienso que Gaspar Rodríguez de Francia es el personaje más parecido al capitán Acab de Moby Dick en la literatura latinoamericana.

— ¿Quisieras desarrollar esta idea?

— La vida de Francia, del Francia literario recreado por Roa Bastos es un triunfo de la voluntad. Es la vida de un sujeto que intenta imponerle su voluntad a la realidad, que no intenta ubicarse en el mundo sino hacer que el mundo y la realidad sean una proyección de sí mismo. Este individualismo llevado casi a un extremo solipsista hace que el personaje se vuelva una figura fantasmagórica. El mundo que habita, su mundo, es una proyección de sus deseos, de sus fantasmas, de sus obsesiones, se convierte en un mundo claustrofóbico, muy extraño...

— En tu excelente libro sigues, creo, dos líneas dominantes: una es la que estamos discutiendo en este momento, el personaje novelístico, su ubicación en el instante histórico que se trata de reconstruir. Pero está también el nivel autorreflexivo: de los mecanismos a través de los cuales se construye la memoria. Allí haces un paralelo, que me parece muy interesante, entre este personaje solipsista, que, sin embargo, requiere de otro personaje, que es una especie de alter ego, que es este escribiente, este secretario que también tiene una encarnación literaria en el periodista miope de otra gran novela que trabajas, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa.

— Así es, como que los hombres de acción, los que hacen, están relacionados casi simbióticamente con los que escriben. Los hombres de acción y los hombres de letras, los dictadores y los escribientes, están vinculados por un lazo de sangre, una suerte de cordón umbilical. Hay una suerte de relación profunda e intensa entre estos personajes. A mí, por ejemplo, me llamaba mucho la atención la relación sadomasoquista que existe entre el Supremo y Policarpo Patiño, su escribiente. Una suerte de matrimonio en el que no es posible el divorcio, porque el divorcio significaría la muerte de una de las dos partes. Pensaba que en La guerra del fin del mundo, y esto es algo que evidentemente escapa a los designios, a la conciencia de Vargas Llosa, el periodista miope es presentado como una persona absolutamente repelente, desagradable físicamente, pero, sin embargo, Moreyra César, el general jacobino, que es un ser intratable, siente una extraña simpatía por él. Por otro lado, en el bando opuesto, Antonio el Consejero, líder carismático de las multitudes de yagunzos, tiene una predilección especial por el León de Natuba, que es un monstruo...

— Físicamente...

— Físicamente es un ser repugnante. Entonces, ¿por qué estas figuras carismáticas sienten a su vez una atracción particular, misteriosa, por seres que son contrahechos, desagradables, repelentes y que sin embargo tienen un don, que es el don de la escritura?

— Puestos en esta misma línea me ponía a preguntar por las razones de este desdoblamiento. Porque hay una novela no incluida en tu trabajo, que no es propiamente histórica, aunque podría serlo en el sentido más lato, que es El recurso del método de Alejo Carpentier, donde encuentras un dictador, un personaje que intenta modelar la realidad según su voluntad, pero que al mismo tiempo es un intelectual, aunque literariamente me parece menos logrado.

— A mí también me parece menos logrado. Me parece que el personaje de El recurso del método está contenido ya en el Supremo. Porque el Supremo es también un intelectual; es un rey filósofo y su república es la república del poder platónica, llevada a sus últimas consecuencias.

— Pero, y sigo esa línea maestra que desarrollas, hay esa especie de repulsión por la palabra escrita en tus personajes.

— Así es, hay una ambivalencia ante la palabra escrita, un rechazo ante la palabra escrita en el caso del Supremo. Me parece que en la literatura, en la crítica literaria y en el ensayo literario latinoamericano de los últimos 20 o 25 años, se hace muy frecuentemente la oposición entre la voz —la oralidad— y la escritura, como una oposición en que rígidamente la escritura representa el poder, la fuerza de las clases dominantes y la oralidad representa la mentalidad de las clases populares. Yo creo que esa es una visión romántica y simplista. La oposición entre oralidad y escritura, no lo olvidemos, nace casi con el pensamiento occidental y es una oposición que ya encontramos en Platón: la desconfianza ante la escritura, la apología de la voz es algo que viene en la tradición occidental del idealismo más extremo. Es algo que encontramos también en la Ilustración. El gran filósofo de la Ilustración, J.J. Rousseau, señala también que la voz tiene preeminencia sobre la escritura. Esta desconfianza no es algo que yo he inventado o que yo he descubierto. Es algo que en realidad apunta al dato central, básico, del logocentrismo occidental: hay en la escritura una posibilidad de descentramiento y de desentrañamiento de los mecanismos que hacen posible la comunicación y la relación entre las personas, que en una perspectiva como la que ha prevalecido en el pensamiento occidental resulta riesgosa y peligrosa. Por eso hay esa sospecha frente a la escritura y esa confianza ante la supuesta naturalidad y simplicidad de la voz.

— Esa inmediatez de la palabra como directamente implicada con su emisor, ¿no?

— Así es. La ilusión de la inmediatez...

— Y la de la escritura como una especie de excrecencia...

— Ciertamente, y eso justamente es lo que considero el núcleo rescatable del pensamiento de la posmodernidad. Hay muchas otras cosas en las cuales uno se puede perder sin posibilidad de escapatoria. Me refiero a la selva «derridiana», ¿no? Lo pueden devorar las fieras. Pero esa es una idea que sí me parece muy productiva y muy rica, sobre todo para nosotros los latinoamericanos, que tendemos a pensar en las culturas populares, que son predominantemente orales, como culturas que están más cercanas a la tierra, a la simplicidad, a la verdad...

— Sin embargo veo yo algo paradójico en esto, porque sitúa el eje en esa especie de nostalgia por la inocencia perdida: el buen salvaje eminentemente oral frente al civilizado encerrado en una cárcel, en una jaula de palabras...

— La escritura, ¿no?

— Algo que nos separa de la naturaleza. Pero, sin embargo, desde el mundo popular latinoamericano la palabra escrita tiene un enorme prestigio. Rodrigo Montoya constató este hecho en el mundo andino contemporáneo y le dio el nombre de «el mito contemporáneo de la escuela». Según éste, los personajes orales están en la oscuridad, con los ojos cerrados, y vía la escuela y la escritura es que se puede salir a la luz, abrir los ojos, ir hacia arriba.

— Claro, es curioso, ese mito popular es la contracara del mito erudito. Los eruditos rescatan la palabra oral y quienes tienen negado el acceso a la palabra escrita sobrevaloran la palabra escrita. Es curioso eso.

— Verdaderamente notable. Pero quisiera, si te parece, que hablemos sobre las cinco novelas que has tratado en tu ensayo. ¿Hay algún elemento articulador entre ellas?

— Todas estas novelas versan sobre la tragedia de los nacimientos de estados nacionales en América Latina, sobre proyectos de nación, proyectos de Etado, sobre modelos de convivencia colectiva autónoma, y todas muestran las enormes dificultades que esos proyectos han encarado en América Latina. Un segundo punto que me parece muy importante es que en todas estas novelas los héroes entienden que su única manera de trascender no es por la vía metafísica, en el más allá, sino trascender en el futuro de sus colectividades, en la historia, y eso me parece que es un tema fundamental en las cinco novelas que analizo.

— Claro, la idea que planteas me parece muy sugerente: la muerte como condición de la posteridad; es decir, que es el hecho físico de la finitud de la existencia lo que crea la posibilidad de esta forma de inmortalidad laica que es la posteridad.

— Creo que es efectivamente eso, la posteridad es una forma de inmortalidad laica y esto nos lleva a una cuestión adicional. A partir del siglo XIX, digamos, en la Filosofía de la Historia de Hegel, la historia, el tiempo histórico, se convierte en la categoría central de la verdad. Esto rompe radicalmente con toda la tradición metafísica occidental anterior y coloca a la verdad en el terreno de las acciones humanas; en el terreno de la temporalidad, de la historia. La historia se convierte en el espacio alternativo al de lo sagrado. Entonces, en cierto sentido la historia se convierte en la religión de los hombres que ya no creen en dios, que ya no pueden creer en el cielo. Y me parece que esto es muy importante porque en la historia el siglo XIX fundó la confianza extrema en el progreso. No deja de ser sintomático que en Brasil, por ejemplo, el positivismo llegase a ser tan fuerte que incluso se formó una iglesia positivista...

— ¿Eso cuándo fue?

— En la segunda mitad del siglo XIX. El positivismo fue tan fuerte en el Brasil que incluso la consigna «Orden y Progreso», ese lema positivista, está en la bandera brasileña, y se formó una iglesia positivista, que es como decir que se hubiera formado en algún momento una iglesia marxista.

— Se fundó más de una...

— Es cierto, se fundó más de una aquí...

— Quizás no se llegara a fundar una catedral, fueron más bien capillas...

— Se fundaron varias capillas. Es cierto que la pasión revolucionaria en el siglo XIX y en el siglo XX tiene un contenido profundamente religioso, en la medida que la idea misma de trascendencia, en el sentido de la vida individual, se somete al devenir histórico y no a la creencia en lo absoluto, en lo absoluto metafísico.

— Para terminar. El modelo de la novela histórica es un modelo literario europeo. Creo que muchos nos formamos en literatura leyendo a Alejandro Dumas o a Sir Walter Scott. ¿Quisieras hacer un paralelo entre la novela histórica europea y la latinoamericana?

— Bueno, creo que de hecho hay una conexión muy significativa, y es que la novela histórica europea no por casualidad surge en la época en que aparece el principio de nacionalidad, que constituye a los nacionalismos europeos. Es significativo que la gran novela histórica latinoamericana se plantee también ante problemas de la construcción de la nación y de la construcción de las imágenes de lo popular. O sea la construcción de lo nacional como colectividad unida por lazos históricos y de lo popular como un espacio compartible de identidad. Esto es común a la gran novela histórica europea del siglo XIX y a la novela histórica latinoamericana del siglo XX.

— En ese sentido, la complejidad literaria de las obras que analizas respondería a la propia complejidad de la construcción de las naciones en América Latina.

— Sin duda, yo creo que tiene que ver con la síntesis de distintos ritmos históricos y la confluencia de problemas de diversos órdenes: económicos, étnicos, políticos. Pero hay una complejidad adicional en la novela histórica latinoamericana. Esta compromete no solamente la historia de América Latina sino la historia misma de la novela histórica.

— De ahí la crisis de representación de la que hablas.

— Así es.

— Una novela que perdió la ingenuidad: uno lee las obras fundacionales de la novela histórica europea y digamos hay una cierta tersura...

— Así es, hay la ilusión del espejo. El espejo en el cual uno puede mirar el pasado. Y lo que resulta evidente en la novela histórica latinoamericana es que el espejo es un espejo turbio, un espejo deformante, complejo...

— Borgeano.

— Así es, es un espejo que puede ser laberíntico. En el que vemos múltiples imágenes y nos reconocemos y nos desconocemos al mismo tiempo.

 

   

 © Nelson Manrique, 1998

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