[Ciberayllu]

Tres a dos

Víctor Hurtado Oviedo

Coimero y fanfarrón, Vladimiro Montesinos fue el brazo ultraderecho que le hizo el harakiri a Alberto Fujimori. Después huyó un poco. Fujimori queda; la farsa ha terminado, pero, como los malos actores, no quiere irse. Tal vez espera preparar un plato de verduras con los aplausos que merece.

 
 

El Nixon peruano

La explicación va primero. En 1968, las elecciones cesaron de golpe, pero volvieron en 1978 a pedido del público. Desde 1978, por una convicción que oscilaba entre la militancia y el humorismo, siempre voté por candidatos de izquierda, pero en 1990 cambiaron los naipes.

El señor Mario Vargas Llosa parecía el ganador irremediable de la Presidencia. Había, pues, que votar contra el señor Vargas Llosa porque era —y es— un neoliberal; es decir, un neonazi de la economía. De ganar él los comicios, la mayoría de los peruanos se convertirían en judíos repentinos, carbonizados en el crematorio del mercado. Don Mario iba a aplicarnos una circuncisión monetaria de masas hasta hacer, de Pichula Cuéllar, el emblema nacional. Así las cosas, elegir a tu Ángel de la Muerte hubiera sido una exageración de la democracia. Había, pues, que votar en contra; ya se vería a favor de quién.

Quién resultó un borroso ingeniero de apellido japonés cuya mayor aparición pública era un programa del canal 7 donde salía cual sombra chinesca: en aquel oscurísimo programa, lo más opaco de la pantalla era él. Al fin, por una consigna secreta, la mayoría votó por el señor Alberto Fujimori para votar contra Vargas Llosa. La mayoría no quiso que el Perú fuese la dictadura económica de la crueldad, pero no imaginó que tendríamos eso y algo peor: con Fujimori, el Perú llegaría a ser como una compraventa administrada por Al Capone.

Pese a todo, no puedo arrepentirme de haber votado por Fujimori en 1990: no hubo opción. Si las elecciones hubieran sido entre Vargas Llosa y un marciano, yo habría votado por el marciano (ojalá llegue el día de votar por Carlos Mars).

Diez años después, el Perú es un extraño país donde los gobernantes aún están libres; es decir, del lado equivocado de las rejas. Que Fujimori haya desgobernado durante un decenio sería otro milagro japonés si no fuese porque no hubo magia: sólo el milagro negro de haber descubierto hasta qué fosas podía arrastrarse alguna gente a cambio de una piltrafa de poder o de unas lentejas de oro.

Fujimori y su facsímil, Vladimiro Montesinos, descubrieron que algunos hombres y mujeres solo eran mercancía barata, diputados reptilíneos, fiscales usaderos, que tenían —como dijo Borges— la "lealtad disponible". ¿El precio?: un sueldo emocionante, un viaje pasado de whiskies, un ascenso a general, una casa inexplicable, unos dólares secretos, una foto junto al Chino. Si no robaron más no fue por falta de escrúpulos, sino de imaginación: brutos para robar, brutísimos para mentir (prueba de que es más fácil comprar diputados que neuronas).

El Hiroshima moral que es hoy el Perú sólo puede compararse con el fin de la dictadura de Manuel Odría (1948-1956), mezcla sucia de corrupción con mediocridad, como dijo mi profesor Pablo Macera, el de antes. Por cierto, él también obsequió su honra cívica: como nadie da lo que no tiene, Macera dio lo que tenía.

Hoy, la década perversa no ha terminado, pero su farra sí. La isla de decencia que ha sido la oposición política algún triunfo había de lograr: era cuestión de tiempo, y el tiempo va llegando. No obstante, hasta en el derrumbe, el desgobierno sigue fiel a su pasión de fraude. Montesinos se va sin irse, y Fujimori se queda para garantizar� la democracia. Están ciegos, y por esto se pierden este show nunca visto.

Alberto Fujimori es el Nixon peruano. Como el cuáquero hampón, Fujimori corrompió todas las formas de gobernar y ahora intenta detener su Watergate. El usurpador se despide del asesor, dos cocodrilos brindan con lágrimas, y "No me tiznes" dice Sodoma a Gomorra. Montesinos se "somete" a la fiscal a quien somete, y "se pone a derecho". Se juega con la justicia; ¿cómo no jugar con las palabras?: siniestro a derecho.

Hoy, en su hora más sucia, el gobierno intentará negociar el callejón de su salida; pero los líderes opositores deben asegurarnos que no habrá impunidad ni pactos con quienes han infamado hasta al delito. La impunidad de los culpables es el crimen que cometen los inocentes.

Jueves 28 de setiembre del 2000.


Harén de machos

Frecuentados por la punta del zapato del Tío Sam, los soberanos gobiernos de América descubren siempre que los Estados Unidos tienen razón: prueba de que, en muchos casos, con cierta gente, una buena patada abre el entendimiento.

Nuestros soberanos gobiernos descubren así, a punta de tesis bien puestas, que Washington sólo tiene razón; hasta cuando se equivoca «tiene razón»; es decir, tiene razón de equivocarse. Los errores del Gringo son como los errores de Dios: cuando uno no sabe explicárselos, los convierte en Misterio.

Si los gringos son el ejemplo de derechos humanos y de democracia, ¿por qué protegieron la fuga de Vladimiro Montesinos, su seguro servidor? ¿Fue otro error-misterio del Tío Sam? No. Washington impuso la huida de Montesinos porque no quiere, porque no puede dejar que lo juzguen. Agente de la CIA —es decir, corrupto—, el capitán América voló como pluma del águila imperial. Hijo de su Tío había de ser: contorsiones de árbol genealógico.

Juzgar al torturador tortuoso sería abrir la tumba de sus acciones encubiertas; del fondo saldrían cadáveres de estudiantes, así como, cuando Montesinos abre un sobre, salen quince mil dólares y un diputado.

V. M., capitán retirado en retirada, huye por todo lo alto de un avión secreto porque, si lo interrogaran, la CIA perdería el juicio y los millones. Montesinos debe callar así como debe silenciarse el otro viejo socio enmohecido, Augusto Pinochet, criminal vitalicio y plusmarquista en las olimpiadas del delito, quien no termina de morir su existencia forajida, tan longeva que ya no es ancianidad sino abuso de confianza.

¡Ah Montesinos, Montesinos, ejemplo de la juventud! Tu vida doble con doblez enseña que, devorando testigos como si fueran libros, de puro estudioso —de la intimidad ajena—, un mero capitán termina sabiendo demasiado.

Los gobiernos soberanísimos de América —con las excepciones que honran aunque gobiernen— siguieron por delante los pasos de la punta del zapato del Tío Sam. Llamaron a la señora que preside a Panamá para obsequiarle un asilado que nadie aguantaría como vecino. El capitán viajero se parece a un tinterillo que describe Raymond Chandler en su novela El largo adiós: «Un abogado que todos quieren para los demás».

Presionada cobardemente por Washington, por el patético secretario de la OEA y por gobernantes latinoamericanos, la presidente panameña tuvo que aceptar. No se atrevieron ellos a hacer lo que demandaron a la señora, montoneros del encubrimiento. Nunca se había visto que un harén de machos eligiese guardián de hampones a una mujer; pero ya los harenes no son los de antes: la mujer por fuera, los eunucos dentro. ¿Irán ellos a arrestar a Montesinos cuando un juez decente lo procese?

La «razón» del encubrimiento fue la amenaza de un golpe militar lanzada por un delincuente; o sea, una amenaza similar a la que profieren los secuestradores de aviones y con quienes los gringos (dicen) no negocian. En un país gangrenado por la verdad oficial, nadie sabe cuándo el gobierno falta a la mentira; y nadie puede saber ahora si hay un plan de golpe, aunque ganas no falten en el cogollo negro de Fujimori, Montesinos y sus incondicionales, quienes son como decir Alí, Babá y sus cuarenta parlamentarios.

Frenar un golpe es presentar un frente civil sólido y no dar señales de miedo. Los chantajistas del terror saben que no durarían en el poder y que —sobre todo antes de las elecciones yanquis— hasta los gobiernos de Estados Unidos y de América Latina tendrían que aislarlos como a un sushi inmundo. El «tercer periodo» de Fujimori es un aborto de gobierno que sólo puede dar un feto de golpe.

Esperemos que Fujimori haya sido recibido en Washington con alfombra roja, pero siempre puede haber olvidos.

—¿Trajo la alfombra, señor presidente?

—¿Para qué soy bueno?

Jueves 28 de setiembre del 2000.


El legionario

De un soplo a esta parte, el África ya no es la misma: alguien viene, alguien se acerca, alguien va cayendo como una maldición bíblica que se le olvidó a Yavé. Algo la inquieta.

El Nilo se achica ante la competencia de tanto lodo que se anuncia, y un rumor ha matado la sonrisa de las hienas. Se dice —y es posible que así sea— que al África llegará, «asilado», Vladimiro Montesinos, corruptor de mayores, mirador de alcobas, indiscreto capitán con vocación de sábana.

El Defensor del Pueblo de España —pobre tipo cuyo nombre nada importa— trama la segunda fuga de Montesinos, ahora desde Panamá hasta el norte del África. Montesinos rehúye así sobre la espalda del defensor ibérico. Parece un bebé andino cargado por la madre patria.

Ese «defensor»-deshonra se equivocó de cargo: es un fiscal que ofende a quienes denuncian a los criminales. Tras esa canallada suda la misma mano negra, mano derecha del posfascismo hispano, que se jugó completo por desmontar a Pinochet del banquillo de los delincuentes.

La derecha española siempre ha sido legionaria. En el norte del África, en Ceuta y Melilla, comenzó la traición de Francisco Franco contra la República. Allá, en el Marruecos español, los militares felones levaron chulos de las cárceles y de los prostíbulos más célebres, y con este personal valiente armaron las legiones moras que se lanzaron contra España: matanza de obreros y de pobres, violación de campesinas como si fueran derechos humanos.

Quizá en Marruecos —tan lejos— acabe Montesinos: se hunden sus ambiciones en un mar de arena cuando los almirantes peruanos levan anclas, sus diputados lo traicionan —desarrollan la traición— y el mismo Fujimori estudia amnesia en el silabario de la OEA. Tal vez solamente el general Villanueva Ruesta se le mantenga fiel —la cabra tira al monte; el general, a Montesinos—. Sic tránsit gloria mundi, capitán! Entre tanta decepción, sólo un consuelo: el espíritu de Franco se mueve sobre las dunas.

Se pierde el poder, pero se conserva el dinero. En Panamá, Montesinos ha hecho, del Leumi Bank, el banquillo de los acusados. Pronto, Marruecos será el cofre donde el fugitivo echará su oscuro dinero como arena de oro. En Marruecos está Casablanca, y en Casablanca, la película. Después de casi perderlo todo, Humphrey Bogart le recuerda a Ingrid Bergman: «Siempre nos quedará París». Ahora, si no París, a Montesinos siempre le quedarán los dólares.

Al «defensor» aquel —con alma de sultán—, alguien debe explicarle que no existe el califato del Cusco. ¿Le gustaría que el Perú asilase al golpista Tejero para proteger la monarquía española? ¿Por qué es malo para España lo que es bueno para el Perú? Eso de ser raza inferior ya nos va durando demasiado.

Pese a todo, nada de lo que tramen el gobierno madrileño y sucursales hará que rechacemos la herencia hispana: ¿cómo renunciar a su idioma, a su pintura, a sus poetas? Su guerra civil también la perdimos nosotros. España es lo mejor que ha dado el África. Algo de orgullo hay en eso: de España, del África, venimos todos.

Jueves 5 de octubre del 2000.

 

Comentario privado al autor: © 2000, Víctor Hurtado Oviedo, vhurtado@nacion.co.cr
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