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Silbar la sinfonía

Víctor Hurtado Oviedo

 
 

Opinar sobre lo que ignoro me cuesta desde que dejé el periodismo. Sé tanto de música clásica como de balanza de pagos. Ya quisiera poder distinguir a un Strauss del otro y apreciar una instalación de escalas dodecafónicas.

Pese a todo, mi ignorancia de la música académica no es total: me gustan Mozart, Rossini, Chaikóvsky y algunos más. ¿Por qué las obras de ellos y no de otros? Porque puedo silbarlas; es decir, porque puedo recordarlas. En música, la memoria es el secreto del gusto. ¿Qué es El barbero de Sevilla sino un encantador y largo silbido? En Cuba, Rossini habría sido un sonero sensacional.

Quien ha entrado en la música aprendiendo canciones populares, sufre con óperas y sinfonías porque casi todas son incapaces de pronunciar frases melódicas. Algo que recordar: esto es lo que les falta. Ciertos compositores se asombran de no ser populares; y ¿por qué creen que la gente tiene la obligación de aburrirse? Son como los políticos profesionales: si usted no vota por ellos, parece que les estuviera quitando algo.

Yo no puedo recordar tales composiciones. Me resultan tan insoportables como el miedo de descubrir que, en política, la mayoría siempre ha tenido la razón.

Ahora bien, al igual que cualquier dios, el espíritu de la trompeta sopla donde quiere. Si te hizo amar la ópera, sé feliz con ella; otros lo serán con una descarga del Buena Vista Social Club. Además, en cada género hay calidades. Quizá detestes a algún compositor clásico; también nos ocurre eso a los otros y soñamos con leer este epitafio: «Aquí yace Gloria Estefan. Ya no canta; curiosamente, tampoco desafina».

Todos amamos la música; en lo secreto del gozo, todos somos hermanos y buscamos nuestra forma de la felicidad. Ahora mismo, cuando acabo estas líneas, a mi lado, la voz entera de Javier Solís deslaza un bolero de Luis Arcaraz.


Comentario privado al autor: © Víctor Hurtado Oviedo, 2000, vhurtado@nacion.co.cr
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