[Ciberayllu]

Palo para Daniel

Víctor Hurtado Oviedo

Daniel Santos fue una impaciencia ardiente
de patria y música maestra
 
  Antes de oír a Julio Iglesias, yo creía que la sordera era una desgracia. Hoy, su hijito habemus (los paquetes vienen en paquetes). No el arte, mas sí la biología, habrá de agradecer a esa estirpe destemplada: Julio Iglesias y su hijo prueban que el talento no se hereda, pero la falta de talento sí: genética inexorable contra una dinastía-falsete. Hasta en la música hay que ser republicanos.

En el juego de la vida, otros dieron más, aunque sus días corriesen como dados cargados por la desdicha. Así fue un hombre de cantar desobediente e intensa patria que llevó el escándalo en el cuerpo como las panteras llevan la noche en la piel.

Don Daniel Doroteo Santos Betancur abrió el viaje impaciente de su vida en el barrio bravo y mítico de Tras Talleres, de San Juan (Puerto Rico), el 6 de junio de 1916. Su padre, zapatero, fue venerable ministro aborigen de una religión rubia y germánica (el atolondrado vástago le sacaría canas santas). Ya bien instalada en la pobreza, la familia emigró hacia Nueva York, donde nunca falla la esperanza (el éxito es otra cosa). Allí, Daniel estudió con inapetencia tenaz. Para él, toda escuela era secundaria: lo llamaba el clamor felino de las calles. Ya entonces, su voz se alzaba como un vendaval sin rumbo que lo empujaría a la fama.

De las esquinas pasó a los bares cantables del Bronx latino, donde hombres de vocales redondas naufragaban en ron asidos al mástil de una botella. (Fue un error de juventud, como todos los que se comenten a tiempo.) Daniel Santos atendía las mesas, las limpiaba, y limpiaba las mesas de los que yacían sobre ellas. Entre servicios y broncas, cantaba, y el aserrín del piso era entonces como notas de seis puntos escritas al pie de las letras del bolero y del son. Daniel vivía pasando, hecho al trago nutricio, abismado en esa pobreza neutral en la que el sueldo es igual a las deudas.

Una noche, el músico maestro Pedro Flores lo oyó cantar y lo sumó a su conjunto. Don Pedro le desbastó la voz y lo indujo a ese cantar ilustre, punzado y guerrero que creó a Daniel Santos. No obstante, Daniel puso lo suyo: la esencia del artista legítimo y las erres motorizadas y violentas:

«Virrrrrrgen de medianoche...».

También nacieron de él las oes serpentinas y larguísimas, transfiguradas por el milagro chulo de su voz:

«...si yo vuelvo y no encuentro a mi mamaaaoooooo».

Daniel talló su nombre en la memoria del pueblo: antes, en los barrios sabrosos de la Gran Manzana; en su Puertorro amadísimo, después. Sin embargo, en 1941, iluso de otras victorias, se alistó en las fuerzas armadas de Estados Unidos y dijo «¡Adiós!» a los muchachos. Pasó la guerra en Hawái, cantando y componiendo —creador siempre fecundo y agradecible—. Luego volvió.

Él era entonces un joven de tez atardecida; de ojos diagonales y taínos, y de cabello nigérrimo en rizos de memoria africana. Delgado y cortés, no cedía al capricho ajeno, teniendo propio. Se le alborotaba el carácter y perdía la conducta ante el mandón, y nunca aceptó que su patria borinqueña estuviese sujeta al fraterno abrazo del Buen Vecino (sobre todo, fraterno; pero, sobre todo, abrazo). Un año antes de morir, dijo así al periodista mexicano Ernesto Márquez:

—No tengo nada contra los americanos, ¡pero es de mi patria, coño, de la que se han apoderado! Puerto Rico es una colonia, y eso está jodido.

Del Cuarteto Flores emergió perfecto. En adelante, su hado movedizo lo condujo a otros ámbitos de gloria. En Cuba cantó con la infinita Sonora Matancera. Fulguró en la República Dominicana, México, Venezuela, Colombia, Perú... Viajar, cantar, opinar, fueron sus años. No hay mapa para sus pasos perdidos. Dijo también:

—Yo no creía ni en la luz eléctrica. Lo mismo que le decía al policía se lo decía al presidente. Cosas de juventud, m’hijo. Caí en la cárcel más de cien veces; tuve infinidad de mujeres; estuve en el pleito de los cubanos del lado de Fidel; también, en el pleito de los dominicanos contra Trujillo. He tomado mucho licor; he inhalado cocaína; me he casado doce o trece veces (ya no me acuerdo)... ¿De qué me voy a arrepentir, chico? Me arrepiento de lo que no hice.

¿Cómo historiar esa vida-tormenta? ¿Quién será el Homero de este Odiseo caribe? Mientras llega, recordemos que Daniel tejía su destino de artista cruzado con el de su gente, en una trama fecunda que lo hacía cantar y crear lo que otros ansiaban oír: furias y penas; gozos y sombras; el dulce bolero, la rumba buena y el rico son.

De noche, en el cabaret fortuito, ya descenso del altar de la tarima, Daniel Santos rondaba mesas e inquiría:

—¿No hay un palo [trago] para Daniel?

Sentábase entonces a conversar con el amigo instantáneo, para intercambiar memorias (uno se enriquece con los recuerdos de otros) porque, para el pecador sincero, cualquier hombre es confesor.

Durante décadas paseó su música andariega, ritmo andante, canto rodado. Con el tiempo, su pelo relampagueó como una antorcha de nieve, y el peso de los años se asentó sobre él con una gordura atenta a los detalles. De lejos parecía un luchador social; de cerca, un luchador, no más. Cierto es que, ya viejo, cayó en el doloroso error de regrabar sus temas con orquestas musicaídas, de esas que anemizan bailes. También estrenó canciones de letras minúsculas, con atroz malbarato de estilo:

«Déjame seguir por el camino, solo,

como el viajero que va rumbo al polo».

Habría que reparar esos versos boreales en un taller de poesía.

Si partir es morir un poco, morir es partir bastante. A los 76 gozados años, don Daniel Santos partió el 27 de noviembre de 1992 desde la Florida. Detestaba los entierros, pero supo no faltar al suyo.

Daniel nunca sintió la extraña vocación de yoga de entregar el cuerpo al placer espiritual. Donó su voz al encanto lírico de los vencidos y al pobre que viene al mundo con hambre de derrota. Cantó a la alegría sin porqué y también celebró el bolero como una misa negra. Hombre rebelde y camusiano sin saberlo, fue como un poeta maldito, cual un Rimbaud hirviente en los calores de trópico, que padeció la tragedia de no hallarse: ni en la fiesta, ni en el matrimonio, ni en el trago, ni en el viaje, ni en el pleito; ni siquiera en la propia rebeldía, que suele ser madre y maestra de la dignidad. ¡Cuánto debió de asombrar la vida sin coronamiento a este perseguidor!

Yunque para todos los martillos, solitario de tanta multitud, Inquieto Anacobero, Jefe, vaso en alma de cristal, patriota de todas las patrias (menos de una), zarza que ardió por consumirse, señor de la caída en el pecado, profeta Daniel, Santos de mi devoción, tu enorme cuerpo de buda amulatado aún lanza sombras frescas al recuerdo y canta:

«¡Como me da la gana soy yo!».

Comentarios al autor: © Víctor Hurtado Oviedo, 1997-2000
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