[Ciberayllu]

El último sonero

Víctor Hurtado Oviedo

Cheo Feliciano es el clásico glorioso que cierra el siglo del bolero.
 
  A l gran José Cheo Feliciano lo ha perseguido la confusión, como una doble sombra bajo una doble Luna. Cheo nació negro, crespo y uníparo, pero la homonimia le ha regalado un siamés inverosímil: blanco, lacio, ciego y guitarrista. Eso no se hace. Han pasado años, ha pasado todo el tiempo, y Cheo no ha podido desprenderse del gemelo, que es el negativo blanco de un mulato. Lo que ocurre es que uno y otro, otro y uno, son antítesis que se parecen demasiado: ambos se llaman José Feliciano y son portorriqueños, cantantes y famosos. A Cheo le toca vivir así con la diaria, obstinada sorpresa de saber que José Feliciano es único, aunque son dos (su misterio no llega a trinidad, pero va cerca). «Crisis de identidad» llamó a esta maraña un sicólogo cuyo nombre se ha olvidado. ¿Qué diría de todo esto don José Ortega y Gasset, el de la célebre sentencia (Meditaciones del Quijote) «yo soy yo y mi circunstancia». Nada; más bien, Cheo corregiría: «Yo soy yo, el otro y las circunstancias de ambos». No importa cuánto hagan, los dos Josés vivirán reflejados en el farsante espejo de sus nombres hasta que ni la muerte los separe: «Aquí yace José Feliciano, el otro».

Y, sin embargo, ¡son tan diferentes! José es, para Cheo, la antimateria del estilo. Cuando lo llama la sangre, Cheo sale a romper cueros con las manos pues siempre quiso ser tumbador y bongocero, y no cantante; en cambio, José es un ciego de tímpano dorado, instrumentista opulento que martilla prodigios sobre el yunque de aire de la guitarra. Cheo es una pantera de la selva afrocubana; José, rara vez entra en la rumba (sus parajes son el rock y la balada). Antaño, la voz de Cheo era profunda y seca, matizada e insinuante, de un timbre negro bellísimo que compartió con viejos maestros del yaz; la voz de José es desesperada, ultrajada, acuchillada, cortante y aguda, ideal para exigir milagros (y lograrlos), y deshecha en quiebros, como la de un cantaor de las marismas sevillanas rezando en el mar Caribe. Ambos han grabado boleros, mas Cheo es bolerista finísimo, elegante, y, cuando los entona, se pone un esmoquin sentimental así como Erasmo se vestía de gala para leer a los clásicos; en cambio, José se curva hacia el bolero-venganza, puñalero, de cantinas y aserrín, de copas rotas y vidrios por doquier, de sangre para todos (si Shakespeare hubiera compuesto un bolero, José Feliciano se lo hubiese cantado), de traiciones increíbles (lo son) y de un llanto atroz y adefesiero que —cual milagro eucarístico profano— brinda con un coctel de cerveza y lágrimas. En el bolero, Cheo cultiva la flor; José, la cebolla. Así pues, ya que se confunden tanto, podrían cantar a dúo Somos diferentes.

Cheíto el Grande nació en el barrio de Pancho Coímbre, en la sonera ciudad de Ponce, el 7 de julio de 1935. Lo acunó la pobreza, siempre atenta con los niños, y Cheo le correspondió durante años, tan fino él. De joven, Cheo cumplió con lo que todos esperamos del buen pobre: no andar codiciando los bienes ajenos. Claro está, así no se prospera, pero se da buen ejemplo, que es lo que realmente importa; además, en Puerto Rico nadie hay tan pobre que, con solo ir a una playa, no pueda bañarse en agua de colonia.

Muy joven, lo llamó la fama, pero le dejó una dirección harto imprecisa: Nueva York, Barrio Latino, que es como el París de los modestos. Allí le salió el diablo del cuerpo, y Cheo se arrimó a los grandes por si alguien le abría una oportunidad para sus fieras tumbadoras. No fue así. Oído que lo hubo cantar el gran Tito Rodríguez, lo empleó como su remplazo vocal en los demoledores recitales del Palladium. El mismo Tito lo recomendó entonces como cantante para el Sexteto de Joe Cuba. Con este grupo de bárbaros rumbones permaneció diez años (1957-1967), que fueron su escuela, su universidad y su desgracia.

La brusca aventura del éxito lo acercó a las cuatro puertas que anunciaba Daniel Santos. Desbaratado por el desorden, Cheo se echó al júbilo asesino de las drogas y terminó en el hospital y la cárcel. Solo le faltaban la iglesia y el cementerio, pero resucitó. En 1970 estaba de vuelta. En 1971 grabó el admirable larga duración José Cheo Feliciano con un sexteto de alta joyería y entonó así su renacimiento:

    «Como silencio guardé, / cantaron otros soneros,
    librando los nueve ceros / que una vez les dediqué».

Dos años después lanzó otro disco terminante: Con una pequeña ayuda de mi amigo (el generoso compositor Catalino Curet Alonso), definitiva baraja de boleros y guaguancós. Ambos discos le hubieran valido, solos, una doble eternidad, pero, en 1972, Cheo se alzó a una de las cumbres de la música romántica cantada por un hombre. Si hay un disco de boleros que rebasará la cuesta del siglo, ese ha de ser La voz sensual de Cheo, porque los diez temas que incluye son tan absolutamente perfectos, que girarán en el eje del tiempo como un rosario de astros.

Sin embargo, hay que decirlo todo. A fines de los años 70, Cheo Feliciano comenzó a perder su voz espléndida; pero fue ya tarde para el fracaso porque la lenta agonía que empezaba nunca disolvería de la memoria al último sonero del siglo: al que —tigre en el guaguancó y señor en el bolero— había logrado la extraña arquitectura de meter la esquina rumbera en el salón. El Cheo eterno es ese: furor caliente y elegancia; descargas tremendísimas con el loco de Joe Cuba y violines suntuosos con el maestro Calandrelli.

Habría que trepar muy alto en el árbol de la sabiduría para encontrar las ramas de donde emergió Cheo. Una es Tito Rodríguez, el mismo que pasaba del rumbón violento Chen-cher-en gumá al bolero e himno Inolvidable, como quien cambia de mano un cigarrillo. Otra rama es Benny Moré, Jano de la música caribe, con una cara negra para las noches de África que aún golpean en Babarabatiri, y una cara mestiza para ¡Oh vida!, el bolero cálido, lento y rumoroso.

«Para quedar, un libro basta», ha dicho Ernesto Sábato. Cheo quedará tres veces para siempre, con tres discos soberbios. Es un clásico. Ojalá que el siglo XXI nos traiga alguien que alcance a Cheo y que nos rescate del naufragio espeso de tanta pequeñez barata, de tantos hijastros de papá que solo han heredado la precocidad de ser, de jóvenes, los mediocres que serán siempre. Oírlos es perder el tiempo mientras ganan dinero. Por la forma en que ejecutan los boleros, deberían colgarlos de sus cuerdas vocales. Pasó la era de los dinosaurios; ahora sufrimos el minuto de las lagartijas.

Que el ángel de la música no nos abandone. Así será pues el bolero nos ama. No puede evitarlo: es un sentimental.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1998
Ciberayllu
980313