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Amar a Marlon Brando

Víctor Hurtado Oviedo

Ocioso, gordo y calvo, el gran rebelde siempre está mejor que nunca.
 
 
  Bajo la frente de casco alemán, el perfil de Marlon Brando luce aún algo de Dick Tracy: la nariz aguileña de vuelo corto, trazada en ángulos concisos; pero los labios carnales son ya la obertura de la ópera fastuosa de un cuerpo dilatado hacia los cuatro puntos del universo en un big bang interminable. Son 150 kilos de carne que se derrumban desde el cuello en busca de una cintura filmada en Cinerama; pero no hay cintura, sino la expansión golosa que ha convertido a un joven Atlas de los años 50 en un gordo prodigioso. Parece imposible, mas la gula es un vicio, y también los vicios obran milagros. A sus 74 años, en un retiro intermitente, perseguido por una gloria que desprecia, Marlon Brando es el centauro de una águila calva sobre el huevo colosal de un brontosaurio.

Y a él, ¿qué le importa? La altiva gordura de Marlon Brando es una rebelión contra el fascismo idiota de la «belleza» y sus campos de concentración para los «feos», sus Auschwitz para los gordos, y sus crematorios de calorías. «En este país [Estados Unidos] no se permite envejecer a las personas. Las arrugas, la calvicie y la gordura son cosas casi prohibidas; para una mujer deben de ser como la muerte», ha sentenciado después de una bandeja de pasteles, que lo desquician. El joven rebelde está mejor que nunca.

En todas las generaciones hay quienes huyen en diagonal de la recta sensata del montón. Son como niños salvajes sin Rousseau: se hacen a sí mismos al tanteo ciego de un instinto sedicioso que ni les enseñaron los libros ni les amansan los años. Marlon Brando es uno de esos bravos necesarios.

Marlon nació el 3 de abril de 1924 en Omaha, ciudad estadounidense más conocida como playa de desembarco en Normandía. (Desciende de la estirpe francesa de los Brandeau, lo cual, sinceramente, a nadie importa.) En la escuela, Marlon fue siempre el último de la clase, que es como decir que cerraba la puerta de las notas. Su padre lo sentenció entonces a una escuela militar. Más tarde, la expulsión de ese antro de cultura salvaría a Marlon de ser soldado: «En el ejército creyeron que yo estaba loco. Cuando llené los formularios, debajo de Raza escribí: "Humana"; debajo de Color puse: "Depende"».

Con la incertidumbre de su futuro asegurada, Marlon tiró los dados del destino en Nueva York. Estudió allí según el método del ruso Stanislavski, para quien el actor debe sentir el personaje con intensidad devastadora. A los 23 años, Brando protagonizó Un tranvía llamado deseo, drama de pasión sureña y de odios cruzados como espadas. Fue suficiente. Su exasperada actuación hizo que las de los otros actores norteamericanos pareciesen un perfumado baile de etiqueta.

Es indispensable ser Marlon Brando para haber sobrevivido a las películas horrendas que ha filmado por ingenuidad o por dinero; pero no hay iceberg suficiente para hundir a este Titanic de talento y grasa. De su treintena de cintas quedarán Un tranvía llamado deseo, Nido de ratas, El padrino y El último tango en París: cuatro evangelios para un redentor de actores y para un mesías pecador a quien ha sublevado la injusticia.

«La mayoría de la gente solo quiere su lata de cerveza y su telenovela; pero hay cosas importantes: el alimento, UNICEF, la agresión humana y la injusticia social en cualquier parte del mundo», ha dicho. Brando apostó a los derechos de los negros estadounidenses cuando protestar era tan peligroso como jugar al póquer con Calígula. «La noche en que asesinaron a Martin Luther King, yo estaba con Marlon Brando, quien quedó espantado. Se abalanzó sobre el teléfono y llamó al cuartel general de los Panteras Negras para pedirles armas y marchar sobre Washington», recuerda el fotógrafo Gordon Parks.

De joven, Brando apoyó a los judíos en su anhelo de fundar Israel, y también desde entonces defiende los derechos de los indígenas de los Estados Unidos, tratados como invasores de la Tierra por los invasores de América. No extrañe, pues, que haya repudiado tan célebremente un Oscar como forma de llamar la atención sobre el genocidio americano. «Cuando los indígenas depusieron las armas, los matamos, los sometimos, los engañamos y los echamos de sus tierras. Los convertimos en mendigos en un continente que proveía a todos desde que la mente puede recordar», dijo entonces.

Marlon Brando es un ángel con sobrepeso que ha volado por encima de la tentación del egoísmo, la vanidad de la fama y la estupidez de la «belleza». Es verdad: su vida privada nunca cayó en la perfección (que es uno de los pocos errores del Cielo), pero sí nos enseña a reír de la sirena que canta el repertorio barato del conformismo. Los catecismos deben aprender del viejo Marlon. No cualquier santo enseña la virtud, sino el que no ha terminado de pecar, pero lo intenta. Francisco de Asís flota muy lejos; en cambio, el atribulado Agustín de Hipona es la horma de todos nuestros zapatos.

Hay que amar a Marlon Brando, gringo bueno y perfil de águila con alma de paloma enardecida. (El gringo bueno es el único producto necesario que el capitalismo no quiere fabricar en serie. No importa: cuando un gringo es malo, es dos veces malo; pero, cuando es bueno, es tres veces bueno.)

Por tu verbo hecho carne, por tu hermosa compasión por los que sufren, nos harás falta, Marlon Brando. Lleno eres de grasa; el amor es contigo.

 
© Víctor Hurtado Oviedo, julio 1998, vhurtado@nacion.co.cr
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