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LA GENERALA EN SU LABERINTO
Una metáfora sufrida sobre el Perú y sus desencuentros

Comentarios a Entre el amor y la furia de Maruja Martínez

Oscar Ugarteche

 
 
Yo no quiero ser guerrillera
sino ayudar a preparar la enorme insurrección
Maruja Martínez

Primera aproximación

Maruja Martínez nos hace entrega de su primer libro a los casi cincuenta años. Ella salió del closet donde escondió sus sentimientos y, como los niños tiran el plato de avena, nos enrostra sus vivencias sobre el piso de nuestras culpas. La primera pregunta es por qué hace eso una mujer adulta, y la segunda, por qué nos interesa tanto este morboso ejercicio de entrar en la vida íntima ajena. La respuesta es: porque nos mueve el alma. El Perú está allí sentado siendo observado. La historia contada en estas crónicas es la historia del Perú contemporáneo para todos los que quisimos hacer algo distinto de esta porquería de orden social. Estas crónicas no se podrían llamar las aventuras de la generación del 68, porque no lo son. No es un texto con liberación sexual,  feminismo, chispa de la vida, pelos largos, marihuana y que viva la pepa. No. Ésta es la crónica de una persona que desde su punto de vista entendió algunas cosas, renunció a la vida terrenal y, virgen, mártir y santa, se metió en un apostolado que a la postre, como cualquier apostolado, resultó que estaba contaminado de realidad.

Lo extraordinario es que Maruja Martínez nos espeta sus vivencias y todos la leemos buscando algo. ¿Las vidas ejemplares de los santos?  Gente insospechada de leer un texto publicado por SUR —porque somos muy esto y muy así pero no lo suficiente, tú sabes, que se divierte entre la frivolidad intelectual y el coqueteo socialista, que siempre tuvo un toque, como decir, chic, para hablar como la China Tudela—, habla de este libro, sin entender lo que implica. Desde intelectuales de derecha, pasando por El Comercio y Caretas, hasta los ácratas de siempre, leen y comentan este libro que, al paso que va, será el más comentado del año. Incluso alguno que hizo ascenso social en esta apertura radical de los setenta ha escrito sobre el mismo. El libro le dio laureles a la autora, quien por su puesto no entiende el por qué los laureles. Los laureles no son porque habla de una generación. No lo hace. Yo no me identifico en lo absoluto con los desgarramientos de la narradora a lo largo del texto. Habla del Perú visto desde un ángulo muy especial y en un momento muy especial. La generación que nos siguió la tuvieron en bandeja. Habla de un momento fundante, habla de un punto de quiebre y las astillas de este quiebre se nos clavan y nos laceran, hacen sangrar y dejan amoratados. Tanto como los textos de hoy nos dejan con los dedos chancados por la violencia de la nueva generación. Tanto como otros hoy nos enrostran los errores del pasado con la violencia de su frustración.

Un pequeño repaso por la narradora nos da la clave del texto. Es una chica muy católica de Jauja, de familia de terratenientes, con madre maestra de labores en una escuela, con hermanas y un hermano que hace barbaridades tiernas poniendo de vuelta y media a toda su familia. Lo suficiente para que quede en el recuerdo de la narradora. Se esconde en el techo de su casa, por ejemplo, durante un día, porque no quiere estar en el internado, y quizás hasta fumó cigarrillos, que era lo que se fumaba entonces. Es una chica acostumbrada a la relación con la servidumbre desde un plano vertical, tira globos en carnavales que son llenados por ellos que no tienen derecho a tirar nada, por ejemplo. Es una chica que «naturalmente» pertenece al Club Jauja, ultimo bastión de la sociedad colonial que ya en los sesenta había decaído. El portero tenía el terno brilloso. Pero eso sí, es exclusivo. Pobre pero digno. Es una chica que es identificada como «millonaria» por sus compañeras de clase que se sienten tan a menos que no van a su cumpleaños un cierto año, pero que en realidad ya crece en el recuerdo histórico de un ayer ensordecido:  su madre es maestra de labores, no es Doña Bárbara. 

Esta narradora, recontada así en las primeras paginas del texto, será quien venga a Lima a estudiar y evidentemente entrará a Letras de la Católica en el primer examen. Estamos hablando de las primeras generaciones de mujeres que entran a la Universidad a estudiar una profesión que no es trabajo social ni educación, ni arte y decoración. En ese momento la narradora engancha su forma de mirar, su lupa con la que mira, con el objeto mirado, el Perú de entonces. En la Católica es un provinciana, serrana, desgarbada y larga. Es una forastera quien debe mostrar sus bondades para entrar en el círculo interno de los limeños, cerrado hasta quemar el ultimo cartucho. Hay los que nunca entraron en el círculo. En ese momento la narradora aprecia por primera vez algo que desde Jauja no pudo apreciar: que la sociedad es cerrada y rígida. «Hasta el local —la casa de Riva Agüero— es estirado, solemne, aristocrático, en medio del centro de Lima, donde pululan pobres y desempleados.» No entran los de afuera y no sube ni baja nadie en la escala social.  Este será el primer choque con la realidad. «A veces me avergüenzo de mi infancia feliz.» Pobre pero digna,  «Sin dinero, pero en el desayuno siempre hubo una taza de leche.» Hasta aquí podría ser una visión como la de Zolá o Balzac sobre el París del XIX, o Dickens del Londres de la misma época.

Por un breve momento la narradora se incorpora a la generación del 68 de manera positiva y se divierte como una cerda preñada. La cena del cardenal es realmente hilarante. «La consigna es jalar el mantel y terminar con la farsa.» El recuerdo de la época me alegró, la escenografía está bien puesta, con profesor holandés y todo metido en la danza. (¿Habrá algo en la vida más revolucionario que hacer maldades desconcertantes y cuestionar el poder?) También hay mucha felicidad en las discusiones de «abajo la IPC» y cuando a Joselo lo agarran a patadas con el golpe militar (mi recuerdo es que fue Vito, pero no importa). El desconcierto ante la naturaleza del golpe militar está muy bien plasmado. VR se quedó sin banderas, sí pues. Pero igual, el chiste era joder para construir un mundo mejor, estábamos soñando y unos militares no nos iban a quitar el derecho a soñar. La narradora también sueña con el amor y lo tiene con Turcios, amor de su vida en el texto. Hasta allí el desde-donde-mira y lo-que-mira y su breve entronque con la generación.

Hay un quiebre en la narración alrededor de 1970. Posiblemente sea un quiebre más profundo. Más que un quiebre es un desgarramiento. La narradora deja la Universidad y a sus amigos para dedicarse a la política a tiempo completo, deja su objetivo intelectual, claramente marcado en la parte infantil, y se «proletariza». Para una chica de clase alta de provincia, proletarizarse es tan impostado como para mí ponerme faldas, pero igual eso es lo que hace. Plasma su fantasía igualitaria en un salto social dentro de una sociedad rígida. Naturalmente se estrella con la realidad y a partir de allí comienzan las desventuras.

A la postre, el marco desde donde pretende realizar actividades se desmorona por un problema de corrupción y deja a la narradora sin soga y sin cabra. Felizmente tiene a sus amigos y capacidad de amar. Es de lo único que puede agarrarse en esa trama.
 

Segunda aproximación (la identidad peruana vista por Maruja)

«Creo que el racismo de allá no se parece al de acá. A mí siempre me fastidió ser blanca, alta, y vestir de una forma diferente. En cambio a esta gente le gusta hacer notar la diferencia, o tal vez seré yo quien la está sintiendo ahora “desde abajo”». Siendo arriba en Jauja es abajo en Lima, porque en este nuestro Perú dolido lo que te coloca en un status en una parte no es necesariamente lo que te coloca en el mismo status en otro lado. Es casi como haber pasado una frontera nacional en el mundo sin fronteras. De familia antigua de Jauja, con tierras, eso no es suficiente para ingresarla al mundo de las chicas del Villa María en Lima y eso la resiente porque, graciosamente, serán sus amigas al futuro. Finalmente es blanca, alta y muy inteligente, pero no es «in». Esto pasa en el Perú todos los días, aunque felizmente hoy menos tanto por los desplazamientos hacia abajo de la clase media como por el agotamiento de la sociedad colonial donde los valores eran la historia y «la clase» antes que el dinero o el éxito como es ahora.

En un primer regreso a Jauja después de entrar a la Universidad tiene un diálogo con su padre que dice «Conforme vamos entrando en detalles, noto que se enfurece. Más aún cuando le digo que simple y llanamente todas las personas son iguales, inclusive los indios... Y ahora resulta que decir que las personas son iguales es cosa de comunistas.» En la sociedad colonial lo es, pues. La servidumbre no es igual al señorío jamás. Eso es Jauja. Para la serrana en Lima el reclamo de igualdad es evidente. «No sé en que momento me comenzaron a decir serrana o chola, y me encanta.» Ese era un trato peyorativo como de lugar. No había indiferencia sino reconocimiento airado de la diferencia  y su reacción es: «Yo también estoy aquí y soy igual». «Si yo soy igual acá, ¿por qué ellos no son iguales allá?» Y allí sale la culpa del primer relato «Sobre haciendas, servidumbres y otras vergüenzas» y que se mantendrá a lo largo de todo el texto.

Se cruza un texto tremendo sobre el regreso de Carmen María, preciosa, de clase alta, buena cantante, quien viene de París a contar sobre Mayo del 68. Y el Che ha muerto como un Cristo pobre, y en México masacran a los estudiantes en la Plaza de Tlatelolco y en Praga los tanques rusos masacran la revolución de las flores y Viet Nam nos duele y nosotros qué. Y tan linda, y París es tan bonito y los estudiantes somos santos como el Che y queremos llegar  al cielo y vamos a hacer la revolución. El racconto es duro porque es un contraste de su identidad como serrana pobre pero digna con una limeña bonita, rica y cosmopolita y encima hablando de estas cosas. Es casi literario si no fuera porque la dureza de este desencuentro de identidades será lo que da pie a lo que transcurre luego. Finalmente estos cruces de identidades son la madre del problema peruano. Esa maravillosa expresión de los piuranos que dicen «no me hallo»: Maruja no se hallaba. Acto seguido, al tono dado por Carmen María, «estamos sentados en la plaza, gritando consignas, invadidos por ese espíritu que combina la lucha, la solidaridad y la alegría de ser muchos, de ser jóvenes, de estar juntos. Más aún si entre ellos puedo reencontrame con mi pasado (jaujino, es decir ser yo misma) a través de Ojitos (una amiga de colegio)». Quiere hilar su identidad con su nueva acción y como en los varones, la identidad viene del reconocimiento de afuera. 

Gran crisis de identidad, entra al partido y «nadie debe darse cuenta de que ahora soy otra persona».   ¿Quién es que no fuera antes? Entra al Partido para dejar de ser quien era y convertirse en otra persona, pero a la postre somos lo que somos, con virtudes y defectos. ¿No es esto lo mismo que ocurre con la sociedad en su conjunto cuando uno de sus miembros entra a un Club, se tiñe el pelo, es el primero de la familia en entrar a a la Universidad, etcétera? ¿Acaso no se vuelve otro? ¿Pero acaso podemos ser otros más que nosotros mismos? Entra en el club de las ideas correctas. Hoy en día entraría en el club de los precios correctos, que son las ideas correctas de estos tiempos, como si existieran ideas correctas o precios correctos. Correcto en este sentido viene como antípoda de errado y no de distinto o diferente para uno mismo o para un grupo que reconoce la corrección de las ideas (o de los precios). Sólo que siendo serrana de la sociedad señorial su conversión en otra persona consiste en sentirse orgullosa de haber nacido en Jauja, los llanques y la chuspa. Recobra su identidad identificándose con la servidumbre: «Queremos un país como el que soñó Arguedas: un país donde no haya sufrimiento y donde todos puedan danzar con alegría.» Arguedas se mató. El sueño dolido del sometido, en el alma de una advenediza desde arriba, de la esquina de la opresión. Este desencuentro es la médula del problema peruano.

La narradora luego pasa por una identificación propia y dice «somos de la pequeña burguesía serrana», pero también nos dice «La reforma agraria ha afectado Ichahuanca...No les bastó con Challhua...Dicen que porque tiene más de 3,000 hectáreas». Es extraño y una muestra del problema de identidad. Pero «Ahora nos sentimos más libres, más legítimos». Dejan de ser opresores y su identificación con los siervos se vuelve más posible. Dejan de ser siervos. Los cambios sociales fundamentales del Perú de los setenta pasan por la vida de la narradora, a pesar de ella misma y sin tener que ver con sus actividades conscientes.

Rubios y bonitos, Patricia se casa con Rafo y los padres de Patricia le regalan un departamento (¡qué envidia!) que va a conocer nuestra narradora con su enamorado, socio de partido. Patricia afirma, «aquí —en un bonito sillón— se sienta Rafo cuando llega, y me encanta alcanzarle el periódico, pantuflas y café. ¿Ves a lo que lleva el catolicismo? Me espeta Turcios...Y yo me siento traicionada: no entiendo cómo ellos siguen en el Partido.» La narradora observa una situación de dominación masculina y de sumisión de la mujer, en una familia del establishment. Si Turcios no hubiera hecho la equívoca relación de dominación masculina con catolicismo, ¿se hubiera sentido traicionada la narradora? ¿Qué la traiciona?, ¿el reconocimiento del establishment dentro del Partido? ¿o la dominación masculina cuando ella viene de un matriarcado? ¿O la asociación con catolicismo siendo ella una ultra-católica y el uso contra ella en una muestra de cómo funciona la dominación contra la mujer? Felizmente, Turcios hace una asociación equívoca vinculada a la religión —en claras ganas de fastidiar a la narradora— y no a Marx, un victoriano al fin y al cabo. Aparentemente Turcios, a su vez, asocia dominación con catolicismo en todas las esferas, casi identificando catolicismo con Opus Dei.  La sensación al lector es: cómo es posible que una mujer se deje dominar así, en un acto feminista que la narradora en ningún momento del libro reconoce. La narradora misma no reconoce este fenómeno cuando le ocurre y son metidos a la cárcel por la delación de los varones jóvenes del Partido, tres dirigentes, dos varones y ella. Los varones tienen el abogado del Partido. Ella debe buscarse uno. En Inglaterra, la Socialist Labour League hace protestas por la liberación de Frank, el líder. ¿Y ella? «Me sorprende que hable de “nuestro” abogado como si yo no fuera parte de ellos.» No era pues. Era mujer. Cuando Betsy, de la Liga Comunista, viaja a Londres, va a parar a la cocina. Hay una visión política de la mujer sometida que Martínez no reconoce al colocarse en el masculino para estos fines.  ¿Se reconoce como mujer? Parecería más que entre los problemas de identidad está la necesidad de masculinizar el discurso para estar en el Partido y así Patricia aparece como una «tonta» y no como una mujer «oprimida por el macho» y por el discurso del macho y ella y Betsy también más adelante. «No entiendo cómo siguen en el Partido» es, por eso, «tontos no pueden estar en el Partido». Machos sí. Ella domina a los machos como Doña Bárbara y puede más que ellos, entrando en una fatal espiral donde no se va luchar contra la dominación sino se va a dominar. Era la única forma de ser una mujer en política en las década del 70 y 80. Eso o «La comisión femenina». (¿Club de Canasta a gauche?) La mujer en política tenía que sacar su macho dentro y no reconocer bajo ningún concepto, ningún tipo de subordinación real existente. «¿Estás por puta o por ladrona?... ¡Por comunista!» Se acabó. La tranquilidad de una identidad reconocible.

«Eres una estudiante pequeño burguesa... aunque yo no sea estudiante hace un año», a propósito de una discusión sobre La Confesión de Costa Gavras. «Martínez es con acento», le dice a un policía que la detiene, con superioridad de clase, («so pedazo de ignorante», falta en la línea); «El acento te lo van a poner a ti», contesta con liberación el opresor-policía. La narradora es ella misma nomás, a pesar de sí misma, en unas contradicciones de identidad dolorosas, tan dolorosas como la fragmentación social del país. «Por favor no me ofendas que no tengo nada que ver con los estudiantes.» Marca distancia con su pasado inmediato. Se (des) (re) identifica. Como con su origen de clase y su género. Lo hace con su oficio. Trabaja como secretaria pero «El comandante se ríe porque me niego a llevar tácitas de café» («a mí me las sirven», falta en el texto) lo que no parece un trabajo de secretaria («ni yo soy una secretaria»). Es Doña Bárbara trabajando porque no tiene más remedio. Su habitus, en términos de Bourdieu, le sella el alma. Estas confusiones entre su ser y sus ideas solamente pueden resolverse aferrándose a doctrinas rígidas donde no haya espacios para dudar; de otro modo, la identidad fragmentada quedaría quebrada, como le pasó a Arguedas. Martínez, en este sentido, nos habla de nosotros los peruanos con todas nuestras disconformidades. Si la lectura no fuera una crónica, y por tanto desgarrada, sería una novela cómica porque es difícil para un personaje inventado verosímil tener tantísimos conflictos de identidad. Ése es el Perú real. Martínez está tan marcada por su historia que en 1997 no escribe pasto sino grass. Corresponde bastante bien al habitus indicado.
 

Tercera aproximación (las frustraciones vividas por Maruja)

Una chica católica, de su casa, de Jauja viene a Lima y se incorpora al grupo de estudiantes de la Católica. Hace grandes migas que la hacen muy feliz en la Universidad y se muda a la Residencial san Felipe. Allí comienza a hacer las barbaridades que corresponden a la generación. Le hace la vida miserable al párroco porque éste va a construir una iglesia al medio. Abajo el altar flotante (!) y se arma la pampa. Hasta aquí, divertido. Un salto mortal y con la misma militancia entra en la doctrina primero de Vanguardia Revolucionaria, pero sale frustrada porque éstos no son lo suficientemente revolucionarios. En tres años pasa por tres partidos. De cada experiencia frustrada pasa a la rama siguiente, como Jane en la selva, generando un árbol genealógico de partidos políticos donde las diferencias se construyen sobre tonterías que tuvieran que ver con personas y no con ideas. Si se hubiera detenido a pensar, se habría dado cuenta que la sociedad estaba allí con sus demandas de equidad, derechos, justicia y liberación de la opresión y que todos estábamos en eso. Pero jamás. La verdad es una, unívoca y omnímoda. Los evangelistas llevados a la izquierda. Los libertarios (los del Rational Choice) de hoy. En esa medida hay un proceso de aislamiento creciente de la realidad.

En medio de este ímpetu, Torres en Bolivia y las asambleas populares que acaban en un golpe de Estado y muertes. La frustración de las esperanzas primeras. Luego nuevamente a la carga y el golpe contra Allende («era un reformista pues, tenemos razón; los centristas están equivocados»). Se salta a los sandinistas, salvo para hablar mal de lo mal que hablaban en Londres sobre ellos. Pero eso también fue un golpe, no obstante. Todo para ir a parar después de trece años en un charco de corrupción donde queda el objetivo político subsumido bajo el ansia de poder de una persona en Londres y otra en Lima. ¿Qué hice todos estos años? Es la pregunta flotante de la narradora. La verdad omnímoda impedía ver lo más importante, el distanciamiento de las masas y la corrupción del aparato interno. Falta todavía ver a dónde van a morir los actores de esa época por sus ansias de poder que no tenían nada que ver con el sueño y la utopía. Se podría decir que la narradora es una «zanahoria» que no pudo darse cuenta de que no estaba soñando sino que en medio de una pesadilla trataba de trabajar por su causa. Esto no es el cauce de una generación de ningún modo. Es un cauce personal doloroso que nos lo relata para advertir(nos) y advertir(se) que si no tienes cuidado, te puedes dar un traspié. Su traspié le costó su carrera —no realizada aún— y su juventud. Le costó su amor, o en todo caso, nos dice que le costó su amor cuya trama era la política real. 

La narradora hace un despliegue de frustraciones, jaquecas y lágrimas empatando lo difícil que fue tratar de unir las piezas de la identidad perdida dentro de un cajón (de)sastre de la identidad comunista-troskista-healista. Allí no había sueño alguno. Había un agarre a una identidad fija para no desmoronarse. Presa de sus prejuicios contra todo lo que amenazara su identidad, excluía lo que la cuestionaba. Facilísimo. Hasta que la realidad llegó en forma de corrupción y esa identidad era falsa. ¿Pesadilla? Resultó que la verdad es múltiple. Hay verdades. Resultó que las doctrinas son lineamientos y no verdades absolutas. Resultó que ser socialista tiene que ver con coherencia y discurso real. Con prácticas de vida, con luchas contra nosotros mismos. Pero eso que la generación aprendió en los 70 Martínez lo aprende a las malas en los 80. Felizmente cuando sale a la orilla de la realidad del fango de las ideas oscuras y de las practicas retorcidas se encuentra con otros zanahorias que seguimos soñando y que no importa; que nuestros sueños, como nuestra dignidad, no nos los pueden quitar. Y mucho menos un aparato político, menos aún una persona. De allí el valor del amor y la amistad. El valor de lo compartido.

En suma, Martínez nos trae con sus crónicas y testimonio un deshabillé del alma. Abre el cinturón de castidad de sus ideas puras, se quita el sostén ideológico, y se desnuda frente a un espejo craquelado para ver los fragmentos del Perú que se reflejan en ella a pesar nuestra generación. Más diversión y menos sufrimiento le hubiera dicho a Maruja hace quince años. Pero yo hubiera sido un pequeño burgués, otra vez equivocándose en la identidad. Reírse no es malo, burlarse de uno mismo tampoco. La primera liberación está en uno mismo. De otro modo no tienes cómo ayudar a otros. Liberarse de los prejuicios es el primer paso de nuestra liberación y que como generación ha sido la más dura, herederos del viejo orden y constructores de este nuevo orden, nos guste o no. Pensábamos que estábamos en la lucha contra el capitalismo pero estábamos y ganamos el nuevo orden de los valores del capitalismo en el Perú. Hasta que lo perdimos y volvimos atrás, cortesía de nuestra incapacidad de entendernos, de reflejar lo que la sociedad pedía, de malinterpretar las demandas sociales, y finalmente de Sendero Luminoso, expresión última y extrema de todo lo dicho. La diversidad (de la identidad fragmentada que todos llevamos dentro por la historia de nuestro Perú), la riqueza cultural, el orgullo del pasado milenario y la vergüenza que nos trae el presente de ese pasado maravilloso (el racismo y la subordinación cultural) y la lucha por una sociedad más justa es lo que nos une a todos en la construcción real de un sueño:  la sociedad entre iguales. Viejo anhelo en el que seguimos firmes y jóvenes. Laureles para Maruja.
 
 

  Con autorización de la autora, colaboradora de Ciberayllu, se ofrecen dos extractos de este libro: 
   

© Oscar Ugarteche, 1997

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