El libro en manos del analfabeto

[Ciberayllu]

Jesús Urzagasti

 

Se ha dicho hace rato que los días del libro están contados. Vaticinio que ha llevado a muchos a elogiarlo como si se tratara de un difunto, y a otros a practicar sin recato la omisión de la lectura. En lugar de enemistarse con esas voces agoreras, habrá que preguntarse por qué se piensa que el libro va a desaparecer. Obviamente, porque quien lo ha defendido a troche y moche —el lector— ya no está dispuesto a oficiar de sobreviviente en un mundo ido. Sus razones tendrá ese vago individuo, a veces multitudinario, que solía descifrar los enigmáticos universos de la novela y de la poesía sin otra exigencia que la del placer prometido. Ya no es el irreverente asiduo de las librerías y su memoria se nutre de otros datos, quizás profanos, pero que al fin de cuentas lo mantienen en correspondencia con los principios de simpatía que dan sentido a la vida. Ese individuo está en todas partes y en ninguna, como ocurre con quienes han hecho de su descreimiento una suerte de omnipotencia. Habrá, pues, que recuperar al lector, incluso si es un analfabeto. Y habrá que recobrarlo con sus mismas armas, devolviéndolo a la recámara de la cultura para que las fulgurantes metáforas de la vida hallen eco en su memoria. Porque el lector es eso: organismo entrenado para la ficción y que la echa de menos cuando la escritura degenera y se empobrece. Y es también un enigma: basta verlo cruzar puentes, trepar escaleras, descender hacia los anchos ríos y desaparecer en la boca de la noche. Y es suficiente observarlo en su oficio más peligroso para convencernos del rigor de su imaginación y de su ingenuo apego a las palabras. Porque sólo así podría continuar siendo lo que siempre fue: un devoto usuario de libros aún no escritos.

En escenarios donde manda el perfil sereno de las estadísticas se ha asegurado que la circulación del libro está restringida por la esmirriada economía del gran público. En otras palabras, no se lee o se lee menos que antes porque las publicaciones son caras. Eso es cierto, como lo saben aquellos que oficiando de piratas obligan al descenso de los costos y se hacen de un botín en complicidad con los lectores de escasos recursos. Semejante paradoja es intolerable para los editores que creen en la ley y creen también en las ganancias que las normas establecidas permiten. Con todo, quizás una de las causas del desaliento casi generalizado estriba en el hecho de que el lector ha sido llevado a un escenario en donde la utopía no cuenta. O es de uso restringido y va encapsulada en una módica locura. El libro de pronto es mera mercancía: viene con el prestigio del antiguo hechizo de la lectura pero pierde el aliento y se desmorona entre tantos intermediarios, fríos y desconocidos. Eso es grave si aceptamos que la literatura es, ante todo, utopía: a cada instante está inoculando más realidad al mundo por la vía de la ficción. Tal vez convenga recalcar algo que todo el mundo sabe en materia de circulación de libros: en esta época abundan los instrumentos para garantizar la masiva llegada de publicaciones a todos los rincones de nuestros países. Hay dinero, las editoriales lucen un subido interés por los escritores, incluidos los incomprendidos e influidos, la cultura —precisamente porque se ha tornada inofensiva— merece las consideraciones propias de su jerarquía. Lo único que falta para completar el milagro es que el precio de los libros esté a tono con los salarios de las mayorías. Semejante milagro no ocurre en mi país, Bolivia. Y me temo que, con ligeras variantes, algo parecido sucede en el resto de América Latina. Dicho de otro modo, a mayor facilidad para ampliar los vasos comunicantes de la cultura, mayor centralismo; de tal suerte que en un mismo país coexisten tiempos distintos y las regiones que lo componen asoman a veces con voces que nada tienen que ver con el país oficial o que oficia de modelo. (Hubo una aldea y en esa aldea, cada vez más remota, encontré el Canto General de Neruda, Los Cantos de Maldoror de Lautreamont, El lobo estepario de Hermann Hesse, Ibis de Vargas Vila, etc.).

Y a todo esto, ¿qué piensa el escritor? Quizás no piensa nada a la hora de soñar con una edición en su país natal. Y ciertamente pierde el sueño si surge la posibilidad de una edición regional. Y pierde la chaveta si se lo santifica con una traducción.

Para mi capote pienso que una edición local es lo que cabe, aunque la apuesta sea riesgosa en un país de gran energía idiomática pero sin cauces bien definidos para derivar esa energía hacia la literatura. ¿Por qué sorprenderse, entonces, de que en estas circunstancias el lenguaje oral sea mucho más complejo que la literatura convencional/profesional? La traducción —por el lado que se mire— no es una gauchada porque, como dice Benjamín, si eso sucede es porque la obra andaba pidiendo una equivalencia idiomática distinta. A modo de información: dicen los que saben que en el idioma aymara caben todos los idiomas, pero el idioma aymara no cabe plenamente en ninguno.

¡Qué decir de las ediciones regionales! Que son bienvenidas, puesto que abren un escenario más vasto, más generoso por cierto, pues allí, a diferencia del pequeño entorno local, el libro camina por su cuenta, prescinde de los adornos de la crítica que dice «hoy por mí y mañana por ti» y de pronto es una caja de sorpresas para el lector. Bienvenidas, pues, las ediciones regionales, a despecho de lo que suponen algunos maliciosos: que estas editoriales llegan a nuestros países, con el sello del prestigio, para disputar la plaza a las editoriales locales, y casi nada más. En lo que le ocurra al libro mucho tendrá que ver el analfabeto a secas; y el otro, el funcional. El que no lee porque no fue a la escuela y el que no lee porque no le da la gana. Las diferencias saltan a la vista: el primero carece de dinero y admira a ciertos libros y a ciertos autores; el segundo tiene fondos pero se le atrofió el órgano que combina vista, tacto y oído para producir la magia de la lectura. El primero es un elemento con el que hay contar, pues si llegara a escribir, con seguridad que aprendería a leer; el segundo es un burócrata que apenas conservó el hábito de firmar. Es conveniente en este tramo cederle la palabra al lector acucioso, al lector voraz, al lector que no descree de la crítica seria pero observa con sorna a la otra. ¿Qué piensa ese lector de los mecanismos editoriales que de pronto ponen en circulación miles y miles de volúmenes? En calidad de individuo ilustrado intuye que de cada cien títulos promocionados apenas diez valen la pena. El cedazo editorial, proclive a la moda, prefiere aquello que garantiza éxito. Y a estas alturas la auténtica curiosidad intelectual ha sido suplantada por el mero incentivo de la novelería. Que la cosa es para preocuparse lo demuestra el razonamiento seguido por Hans Magnus Enzensberger: En los tiempos que corren, rara vez una obra notable es, a la vez, un gran éxito editorial. Generalmente un autor de alcurnia tiene pocos lectores y de nada le valdrá la crítica favorable para revertir la modesta tirada de sus libros. Los más leídos no necesariamente son los mejores. De modo que aquí cabe atenerse al tiempo, juez que también puede cometer omisiones. Por algo el polaco Stanislaw Jerzy Lec resumió la mala racha de unos y la fortuna de otros en este memorable aforismo: «¿Quién era ministro de cultura en tiempos de Shakespeare?» Y esto sucede en una época en que todo se ha democratizado. La cultura también. Pero los presagios de tiempos luminosos para las sociedades tardan en cumplirse. En cambio sí tenemos en el ámbito político las expresiones más vivas del cinismo y la corrupción. Y en literatura el planeta no se ha achicado ni muchos menos: todo el mundo puede publicar, lo cual aparentemente prueba el espíritu democrático que nos alienta. Pero como estamos privados de la crítica vital, de la capacidad de situar los fenómenos y sucesos en el lugar que les corresponde, los resultados fácilmente pueden llevarnos a la confusión. Piense el lector, y de hecho lo ha pensado, si está en condiciones de conocer la poseía publicada el año pasado en cualquiera de los países latinoamericanos. Es obvio que no. Entonces cabe echar maldiciones por nuestra incomunicación. Y si de pronto se esfumara el aislamiento y tuviéramos acceso a toda esa producción, ¿estaríamos seguros de toparnos con obras sólidas? Quizás no tanto, porque de otro modo ya las hubiéramos conocido. El lector sabe ahora que una obra valiosa se libera de la moda con mayor rapidez que las otras. Pero el lector sabe también que los tiempos han cambiado. Es decir, la estrategia es distinta: primero se escribe páginas y páginas, elogiosas por supuesto, sobre la nueva obra de García Márquez, aún inédita. Se crea la atmósfera ideal para que en cuanto salga el libro el lector se complique la vida, largas colas de por medio, para adquirirlo. Mientras miles y miles de ejemplares confirman el best-seller, algo ocurre, algo parecido al silencio. Y es que ya nadie dice nada de la novela o del reportaje. Ni lo dirá jamás. En este tiempo y en las cámaras de otro tiempo, hay gente que sigue escribiendo sobre Alejandra Pizarnik, sobre Vallejo o Neruda y también sobre el deslumbrante García Márquez de Cien años de soledad.

© 2000 Jesús Urzagasti
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